La luz del 23-F, artículo de María Escudero Vera

AQUEL 23 de febrero, cuando llegué a casa, me encontré con Lupe más pálida que de costumbre y visiblemente nerviosa. Era la profesora particular que nos daba clase a mis hermanos y a mí; pero ese día se suspendía porque estaba pasando algo muy grave en el país, así que ella tenía que marcharse y nosotros irnos a casa de mis abuelos donde nos encontraríamos con mi madre y la bebé de la casa, la pequeña Eva. Dicho esto salió dando saltitos hacia la puerta, argumentando que teníamos que darnos mucha prisa y salir ya. Su perceptible intranquilidad junto a las sintonías militares de la radio, alertaban de que el transcurso de la cotidianeidad había sido alterado; nosotros, adolescentes crecidos en un ambiente politizado desde la tierna infancia, supimos que lo que ocurría ponía en peligro a la recién estrenada democracia.

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Antes de salir siguiendo las indicaciones que nos había dado Lupe, rompimos algunos panfletos, folletos y demás papeles de la CNT que teníamos. La imagen en el recuerdo de la detención del abogado amigo de la casa, Eugenio Martínez Pastor, se nos había quedado grabada a pesar de la temprana edad que teníamos cuando ocurrió y que vimos aterrados desde el balcón de mi abuela África, que vivía entonces en la calle Cuatro Santos de Cartagena. En esa ciudad coincidiendo con el famoso día en el que Tejero entró en el Congreso de los Diputados, era alcalde mi padre, Enrique Escudero de Castro. Movido por la defensa de los valores en su más amplio sentido y desde la libertad interior que siempre lo caracterizó decidió mantener abiertas de par en par las puertas del Palacio Consistorial.

La situación era tensa, a los estudios de Radio Cadena Española de la ciudad había llegado un grupo de militares con la pretensión de radiar el bando de Miláns del Bosch; y además había noticias de que en Tentegorra los motores de los tanques estaban en marcha. Fue entonces cuando mandó encender las luces del Ayuntamiento, movido quizá por una mezcla entre su pasión por la puesta en escena, su sosiego de espíritu y sus convicciones democráticas. Allí habría de pasar toda la noche junto a otros miembros de la corporación (no todos), algunos representantes de varias formaciones políticas y miembros de la Policía Municipal.

Para que la tensión fuera más llevadera decidieron comprar unos bocadillos, pero los establecimientos estaban cerrados; sólo en los Molinos Marfagones encontraron una venta que abrió sus puertas por ser dos policías quienes llamaban. La gente tenía miedo, demasiado cerca estaba la dictadura y presente la memoria viva de quienes protagonizaron aquella horrible Guerra Civil.

El capitán general de la zona marítima, el almirante Juan Carlos Muñoz Delgado, con quien el alcalde Escudero mantuvo una relación fluida que fue desembocando en amistad, comunicó telefónicamente su lealtad al Rey. En cambio, el gobernador militar de la plaza tenía orden de poner en vigor el bando de Miláns. En aquella noche, en la que Cartagena estaba encuadrada en la III Región Militar, que tenía como capitán general a Jaime Miláns del Bosch, las horas fueron largas, pero la luz del 23-F salida del Ayuntamiento de la ciudad simbolizó el canto a la esperanza del triunfo de la libertad y los principios constitucionales.

Escuché contar a mi padre que después de aquello hubo ancianos que se le acercaron para aconsejarle que fuera siempre armado porque el león dormido podía despertar. Con su gran sentido del humor y su capacidad para transmitir calma y fe en el ser humano, los serenaba convenciéndoles de que eso ya no ocurriría.

Nosotros, mi madre, mis hermanos y yo, pasamos la noche en casa de mis abuelos donde también permaneció la luz encendida. A los pocos días volvió Lupe, nuestra profesora particular, y nos llevó un folleto con las actividades de la CNT; después nos explicó algo de matemáticas.

Publicado en el diario La Opinión, de Murcia(26 feb. 2009).

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