Mi vida en La Raya durante la guerra civil / por Manuel Viñuales Fernández

AL CUMPLIR los 79 años de edad, en octubre de 2005, a Manuel Viñuales Fernández su mujer, Leonor, y sus seis hijos le regalaron un ordenador y desde entonces viene escribiendo un blog en Internet, en donde va desgranando poco a poco su larga vida. Uno de sus capítulos se refieren al año en el que vivió en la pedanía murciana de La Raya como uno de tantos niños que llegaron a esta provincia de retaguardia alejada de los frentes de batalla y las ciudades que eran bombardeadas por el Ejército de Franco en la larga y cruenta guerra civil de 1936-1939. Manuel tenía entonces la edad de doce años y desde Madrid llegó a La Raya en donde vivió en la casa número 5 de la calle Parra de este pueblo, que aún existe prácticamente igual que entonces. Una vivienda que era estanco de tabaco y propiedad de doña Marcelina Castillo, viuda de Hernández, que vivía en Madrid con su único hijo varón, Federico, y que también habían regresado a refugiarse a su casa de La Raya, lejos de las bombas que asolaban la capital de la República. Federico se casó con la única prima carnal de Manuel, y este madrileño, que se había educado en el colegio de San Ildenfonso, terminaría después, en 1946, sus estudios de Ingeniería Técnica Agrícola en la escuela de Madrid, trabajando en el catastro rústico de Salamanca hasta 1956, dirigiendo despues y hasta su jubilación explotaciones agrícolas de grandes superficies. Por su alto valor testimonial traemos aquí el capítulo referido a La Raya que don Manuel Viñuales Fernández publicó en su blog en enero de 2007, con sólo leves correcciones de estilo con el objeto de ampliar su legibilidad:

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Desde junio de 1938 hasta la primavera de 1939 viví en La Raya, pedanía del municipio de Murcia a una distancia aproximada de 5,5 kilómetros, rodeada de huerta y regada por “la acequia de La Raya”, llamada así desde “el siglo XIV” y en épocas posteriores denominada “de Alfox” o “Puxmarina”, con unos 1.500 habitantes en “sus 817 taullas de tierra”. Con ganadería de porcino y cría de gusanos de seda por familias que vivían próximas a la citada acequia, que tenía muchas moreras en sus márgenes y proveían de abundantes hojas para saciar la tremenda voracidad de los cientos de miles de animalitos que todos los años recorrían su ciclo: huevos, larvas, crisálidas en su capullo (este era con su seda y el intestino del gusano antes de crisalidar que, como cuerda de resistencia utilizaban los pescadores de caña para afianzar los anzuelos antes de inventarse el naylon) y que llamaban los criadores la hijuela. (Los datos entrecomillados han sido obtenidos de la web Murcia.es).

Había también en el pueblo varias pequeñas y medianas industrias que fabricaban escobas de palma, siendo Madrid su principal consumidor.

La tarde noche del día de mi llegada y cuando me habían asignado compartir la habitación de la primera planta junto a mi primo Antonio, el hijo mayor de mi prima Carmen, al sertir yo hambrecilla pregunté con delicadeza infantil: ¿Qué hay de cena? La respuesta de ella fué rotunda: “Pava”. Yo puse cara de satisfacción y salí del entusiasmo cuando sobre la mesa vi una coliflor y pregunté: ¿Y la pava? "Ahí la tienes, es que aquí llaman así a la coliflor y a los granos de habas cocidos les llaman 'michirones' cuando los cuecen con algo de picante y se sirven de aperitivo en los bares".

Mi familia me presentó a su familia de La Raya, unos residentes allí, como Marcelina Castillo, la mater familiae, abuela para todos nosotros, a las hermanas de Federico, Eulalia, Encarnación y Juana. María y José Antonio que, como ellos, por la guerra habian llegado de Madrid con sus hijos.

Los primos de Antonio, que luego formarían parte de nuestra cuadrilla: José Antonio y Alfonso (hijo de Dolores) de mi misma edad, y Adolfo y el "otro" Antonio, como decíamos para distinguirlos, que eran cuatro o cinco años menores e iguales a mi primo. Las hermanas de Antonio, mis primas Esperanza y Amalia eran muy pequeñas y además jugaban aparte como era costumbre.

También me presentaron a doña Marcelina, la maestra de la escuela, a la que diariamente asistí durante un curso y que mediado este, la profesora le dijo a mi prima que ella ya no podía enseñarme más cosas, pues mis conocimientos rebasaban a todos sus alumnos, y me puso a pintar, sobre azulejos blancos y al óleo, unos maceteros con flores que han permanecido decorando todos mis domicilios desde que regresé a Madrid en 1939.

Fue solamente un año mi estancia en La Raya, pero de gran apacibilidad, porque allí nada hacía notar que estábamos en guerra. La alimentación era normal, propia de un pueblo fundamentalmente agrícola (huertano), sin más ruidos que el que nosotros, la chavalería, producíamos en la plaza de la Iglesia de Nuestra Señora de la Encarnacion jugando a todos los juegos de la época: pídola, policias y ladrones, el rescatado y casi todos los días a los “palomos buchones”, típicos entre los murcianos por su afición a la cría y las competiciónes que hacen con estas aves. Mi primo Federico Hernández Castillo trasladó esta afición al domicilio que tenía en Madrid en la casa de sus suegros, mis tíos Ignacio y Esperanza, y arriba, en la buardilla de la calle Mesón de Paredes, número 58, donde vivían y tenian la fábrica de cajas de cartón. (Aún existente en otro domicilio con el nombre de Cartonajes Pastor, que regenta mi primo Antonio Hernández Pastor), que aunque nosotros nos decimos primos, en realidad es mi sobrino segundo por ser hijo de mi única prima carnal, Carmen Pastor Fernández.

En este pueblo lleno de toda clase de hortalizas y bastantes frutales, los más abundantes melocotoneros, ciruelos y limoneros, transcurrió ese año en que mi actividad principal consistía en organizar algunas correrías con los amiguetes (fundamentalmene los primos de Antonio y él mismo), atravesando tablares de huerta con los destrozos consiguientes, comiéndonos las habas tiernas y de postre ciruelas o melocotones, con el desgajado de alguna ramilla que otra. Estas fechorías las hacíamos casi siempre en La Torrica de Juana, la hermana de Federico, el padre de Antonio, con la consiguiente bronca y castigo.

Yo aprendí a nadar en la acequia de La Raya, pues no era lo mismo el mar de donde yo venía al agua dulce. Pues me dí cuenta que, aunque hacía lo mismo que en la orilla del mar, en la acequia no me sostenía (desconocía todavía lo de las distintas densidades del agua salada y la dulce). Para que pudiera bañarme con los demás chicos de mi edad (no había cumplido los doce años), mi prima se agenció dos calabazas secas y huecas con los orificios del vaciado taponados y con una cuerda me las ataba a la cintura, una a cada costado, y desde el estanco de la calle Parra, número 5, corría hasta la acequia, que estaba al final de la calle (hoy la acequia está soterrada y cubierta por losas rojas de acerado) y allá que me zambullía. El rústico flotador funcionaba de maravilla.

A los pocos días yo ya nadaba y me recomendaron que lo hiciera con una sóla calabaza detrás de la cintura. Lo hice y funcionó, aunque había que forzar má las brazadas. No recuerdo cuantos días duró este aprendizaje, pero sí me acuerdo que un día como otros salí corriendo de la casa y... ¡Se me había olvidado la calabaza!, y mi prima Carmen tras de mí con la calabaza y la cuerda gritando asustada: ¡Manolín, Manolin! Pero al llegar a la acequia vió con sorpresa que Manolín ya nadaba sin flotadores de calabaza.

En este pueblo, como ya esbocé anteriormente, no existía la guerra, y aun me hace pensar que no hubo asesinatos como en Madrid y en otros sitios, ni siquiera persecuciones a los curas y monjas, puesto que yo recuerdo que allí vivían dos sacerdotes naturales del pueblo, don Juan de Dios y don Cayetano, que procedían de parroquias de la capital, y que estaban escondidos en sus domicilios y vestían de paisano, aunque no salían a la calle.

Algunas veces íbamos a Murcia con mi prima y alguno de sus tres hijos para comprar en una tartana tirada por un caballo y conducida por su propietario. Era el único coche de alquiler que había en el pueblo para estos viajes regulares a diario. Nos llevaba primero a la Media Legua (pequeño núcleo urbano), llamado así por estar a 2,75 kilómetros, que es la mitad de una legua (5,50 km), de distancia de la capital y desde ese cruce de la carretera de Murcia a Alcantarilla, y entrando por el puente de Hierro sobre el rio Segura nos dirigíamos a la parte trasera de la catedral, que era donde rendía viaje la tartana, para por la tarde retornar a La Raya.

Así transcurrían los dias del último año de la guerra, que en el pueblo sólo la seguían por radio o prensa los adultos, porque nosotros, los niños, ni nos enterábamos. Ya estoy hablando del día 1 de abril de 1939, fecha en la que el ejército de Franco hace su entrada en Madrid y con ella se proclama la terminación de la guerra.

Fotos: 1. Manuel Viñuelas Fernández. 2. Bombardeo sobre Madrid durante la guerra civil (1936-1939). 3. Acequia de La Raya en la época del relato.

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