La Raya en el primer tercio del siglo veinte vista por médicos pensionados por la Rockefeller

DURANTE de la Dictadura de Primo de Rivera y el comienzo de la II República se publican una serie de memorias, ensayos y estudios de sanidad pública e higiene rural sobre el pueblo de La Raya, del municipio de Murcia, pues esta zona era palúdica desde tiempo inmemorial, referentes a la anquilostomiasis (parasitismo intestinal) y sobre el tracoma (ceguera), por haber en este partido rural talleres artesanales con telares para cañizo. Dichos trabajos formaron parte del plan de lucha sanitaria que comenzó en 1928 bajo los auspicios de la Fundación Rockefeller y el Ayuntamiento de Murcia y que continuó la Comisión Antipalúdica. La dirección fue llevada por el doctor D. Hernández-Pacheco, colaborando en el mismo el doctor Guillamón, como jefe local de la campaña; intervinieron el doctor Mariano Abril Cánovas, médico pensionado por la Rockefeller, miembro de la Comisión Central Antipáludica y jefe de la sección de Parasitología e Higiene Rural del Instituto Provincial de Higiene de Murcia, dirigido este por el doctor Laureano Albaladejo; el doctor Antonio Rodríguez Darriba, del Laboratorio de Parasitología de la Facultad de Medicina de Madrid, y el doctor Oquiñena, medico central antiplaúdico. Muchos de ellos convivieron con la población y analizaron sus enfermedades y sus condiciones de vida, salud e higiene. En La Raya se instala una Oficina Sanitaria con un Dispensario Antipalúdico y un Consultorio Antitracoma –también otra en Puebla de Soto.

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El examen de los estudios citados nos retrotrae al primer tercio del siglo XX y a través de los mismos podemos conocer cómo vivían aquéllas generaciones, de las que ahora quedan ya pocas personas para poder recordarlo, y cómo era el pueblo que, aún siendo el mismo, era también muy diferente al que ahora conocemos, por diversas razones. Las generaciones más adultas podrán, sin embargo, reconocer muchos de los aspectos que aquí vamos a resumir, porque ese “mundo” del que ahora vamos a hablar tardó varios decenios más para poder salir del subdesarrollo. Vamos a ver cómo fue observado y analizado un pueblo y sus pobladores por unos médicos que iban a poner los avances de la ciencia sanitaria al servicio público de las mayorías sociales que hasta ese momento habían quedado excluidas, muy probablemente, por vez primera en la historia.

LAS TIERRAS del partido rural de La Raya, situado al oeste del termino municipal de Murcia y en la margen derecha del río Segura con el que limita al norte, son arcilloso-silíceas, cuyo origen es la sedimentación, como corresponde a tierras que vienen labrándose por los procedimientos de cultivo de regadío intensivo desde hace casi diez siglos, estando consideradas como tierras ricas desde el punto de vista agrícola. Además del carácter muy arcilloso de su suelo (superior al 40 por ciento), en las cercanías a los cauces hídricos, como en el Rincón de los Pintados cercano a una de sus acequias, se daba una mayor abundancia de tierra arenosa, debido a las “mondas” que se realizaban durante el mes de marzo, con un corte general de agua. La capa freática estaba entre cuatro y ocho metros de profundidad. Se trata de un terreno formado por aluvión, por lo que es bastante flojo como para evitar el derrumbamiento de las construcciones.

La existencia en su territorio de dos acequias mayores (Puxmarina y Benabía), y sus múltiples divisiones y subdivisiones en otras acequias y brazales, proporcionaba una gran cantidad de agua corriente que daba lugar a que todo el terreno se encontrase siempre regado, con un ambiente de humedad intensa, sin que esta circunstancia diera lugar, por otro lado, a la existencia de aguas estancadas, excepto algunos escasos encharcamientos, poco peligrosos para la posible cría de mosquitos por el esmero periódico en la limpieza de los cauces y riberas. La humedad relativa media en el mes de agosto hace 70 años era del 68 por ciento.

En esa época la temperatura media del mes de agosto en la huerta murciana era de 25,4 grados (con una máxima de 34 y una mínima de 20 grados). Aún así, en el mes de agosto de 1925 se llegó a los 41,2 grados, y en julio de 1876 se había alcanzado la máxima absoluta de 47,8 grados.

Con 1.909 habitantes y unas 370 casas, su densidad de población era de las mayores del mundo y se consideraba un pueblo joven por su estructura poblacional, con una alta tasa de natalidad y fecundidad, por lo que era de tipo progresivo y secesivo. Se asentaba sobre 105 hectáreas, lo que representa 939 tahullas (tahulla = 1.118 metros cuadrados). Prácticamente, una mitad vivía en el pueblo y la otra diseminada en la huerta y sus caseríos. En cuanto a su estructura poblacional, el mayor número lo constituían individuos de entre 20 y 39 años de edad, muy parecido a la media nacional. Sin embargo, mientras los menores de diez años eran superior en número a la media nacional, los mayores de cuarenta años representaban un tercio menos. Sólo entre el 12 y el 14 por ciento superaba los cincuenta años de edad. Y sólo el 6 por ciento los sesenta. Ningún hombre superaba los 85, aunque alguna mujer del pueblo pudo alcanzar los 95 años de edad. La emigración más importante se efectuaba a Francia (aunque en esos años había disminuido por la crisis mundial) para trabajar en fábricas de papel de borra, y en menor medida a Orán y Casablanca para trabajar en la tierra.

EN EL DECENIO 1920-1929, el promedio de natalidad en La Raya fue de 41,6 por mil habitantes, superior al 30 establecido como media española. La tasa de fecundidad por 100 mujeres en edad de gestación era de 21.80. La mortalidad cruda en el mismo decenio por cada mil habitantes, fue de 18,75, inferior al 19,75 de media española. Se daba una alta mortalidad en niños por bronquitis aguda y neumonía, especialmente con las “calores”, así como por epidemias de sarampión.

Las tasas de mortalidad, en el mismo decenio, por grupos de enfermedades era la siguiente: La diarrea y la enteritis, que afectaba sólo a los menores de cuatro años, y la tuberculosis pulmonar, que afectaba a los mayores de cinco, eran las principales causas de mortandad, seguidas por la bronquitis aguda, la meningitis simple, la neumonía, y las muertes por asfixia por inmersión en los cauces. Otras enfermedades mortales eran la fiebre tifoidea, el sarampión, los accidentes puerperales, la debilidad congénita, la difteria, el coqueluche y el paludismo, que afectaba sólo a los niños y más jóvenes; y la bronquitis crónica y la viruela, que afectaba a los mayores de cuarenta.

La morbilidad o relación de enfermos por parasitismo por gusanos era de 289 por mil habitantes, de los que 133 lo eran especialmente por anquilostomiasis. Por paludismo, en 1929, fueron diagnosticados 207 pacientes (123 por mil habitantes), a los que se sumaron 67 en 1930 y 6 en 1931. Por tracoma lo fueron 104 por mil habitantes, y afectaba a los trabajadores de los telares de cañizos. Por infecciones intestinales o gástricas (tifoidea) era de 79 por mil habitantes.

La economía de La Raya se caracterizaba por el cultivo más intensivo, gracias a un intenso riego, abono y trabajo de sol a sol en los meses cálidos, y por una exigua utilización de animales de tiro. Una huerta en donde los “brazales” servían de sendas y límite entre los “bancales”, que solían estar a un nivel más alto, por lo que abriendo cualquier “portillo” el agua inundaba los cultivos. A principios de siglo los cultivos de la huerta habían experimentado una importante evolución con la práctica desaparición del trigo y otros cereales, pero continuaban plantándose los ya característicos: tomates, pimientos, “bajocas” (judías) y patatas, principalmente; siendo escasos el maíz, las lechugas, las coliflores y otras hortalizas. Existía ya una gran cantidad de naranjos, limoneros, melocotoneros y albaricoqueros, que empiezan a experimentar un auge paralelo al que experimentan los transportes. Las moreras estaban repartidas en los bordes de los bancales, en uno de los malecones y a lo largo del camino principal. Había algunas palmeras aisladas, de las que se utilizaba el fruto y con cuyas hojas se hacían las escobas y las palmas del Domingo de Ramos. También había algún granado y eran más frecuentes las higueras.

EL CULTIVO de la huerta era la principal actividad laboral de los pobladores de La Raya, y existía un sector dedicado a la industria del cañizo y a la elaboración de escobas, sogas y cestas, que se hacía en explotaciones rudimentarias y familiares. Las muchachas solían trabajar con frecuencia en fábricas de conservas y de seda. Otro sector laboral importante era el de elaboración de pimentón en los dos molinos existentes: el de Batán y el de Puxmarín. El cañizo se utilizaba para tabiques y “cielorrasos”. Se tejía en telares primitivos, manejados más por los hombres jóvenes cuyas familias venían dedicándose tradicionalmente a ello. Ya entonces esta ocupación había entrado en decadencia al ser sustituido el cañizo por el ladrillo y por la crisis en la construcción de aquélla época, por lo que el desempleo fue cada vez mayor en gente que ni llevaba tierras ni sabía trabajarlas. De industria muy humilde y hasta miserable era calificada la fabricación casera de escobas, cordel y cestas por las familias que tampoco llevaban tierras ni nunca las habían trabajado. De sol a sol, las primeras se hacían con caña, hoja de palmera y soga de esparto. A la fabricación de soga de esparto se dedicaban personas inútiles por su edad avanzada o por alguna enfermedad, siendo la más frecuente en estas personas la ceguera por tracoma, o de forma circunstancial por otras gentes. El esparto era traído de Abarán, Cieza y Hellín. Algunos hombres alternaban la huerta con el trabajo en los molinos, en donde generalmente las mujeres y los niños algo mayores “desrababan” el pimiento o “cáscara”. Otros tenían un carro con una o dos mulas o algún asno. Había también algún aguador con carro y burra y algún cabrero con pequeño rebaño. La mejor posición la tenían algún negociante de productos de la huerta, los comerciantes, los propietarios, y algunos profesionales liberales y de oficios varios.

Pero la mayoría trabajaba “llevando tierra” o como jornalero. El “llevar tierra” era casi poseerla, y el arriendo era repartido hereditariamente entre los hijos. El propietario sólo percibía la renta. Pero también el desarrollo en la plantación de naranjos y limoneros propició un aumento en el paro de los jornaleros, puesto que los huertos necesitaban menos cuidados con estas plantaciones. Tal era así, que cuando se sospechaba que el propietario iba a vender la tierra, se anticipaban plantándolos éllos, a fin de poder cobrar tales mejoras. El aumento de la población hacía que podía darse por contento quien tuviera arrendadas dos tahullas. Los que llevaban más o cuando las llevaban viudas, entonces se subarrendaban a jornaleros.

LAS VIVIENDAS eran consideradas, en general, detestables: sin la cubicación y ventilación necesarias y sin retrete, siendo albergue al mismo tiempo de personas y animales, y estando aquéllas en contacto directo con basuras y estiércoles. Las casas del pueblo variaban en su tamaño, aunque no mucho. Un buen número contaba con una puerta delante y otra atrás. Desde la casa de planta baja con una sola habitación, en la que más que vivir “acampaba” toda una familia y, generalmente, no de las menos prolíficas, hasta la casa de planta baja con una especie de vestíbulo con el nombre de “entrá”, y a ambos lados una o dos habitaciones para dormir, y con un primer piso, que también podía ser usado como dormitorio, al mismo tiempo que despensa, que era su uso habitual.

Lo característico era el hacinamiento, que se exageraba todavía más por destinar a la cría de gusanos de seda las mejores habitaciones de la casa, con una excesiva aireación de la “entrá” y una falta de luz y ventilación en los dormitorios. A veces, en alguna casa había un dormitorio relativamente espléndido por lo bien puesto, pero que no era usado nada más que cuando había algún enfermo o algún parto, y entonces para que lo vieran sobre todo las vecinas. Pero generalmente toda su vida dormían en un “cuchitril”.

El piso de las casas era, por lo general, en la planta baja, de tierra, a la que echaban muy frecuentemente una aguada de yeso (“trescor”) y en la cámara del primer piso, el suelo era de yeso. En las mejores casas, el piso de la planta baja era, total o en algunas habitaciones, de baldosa o baldosín, combinando a veces con una parte empedrada. En verano solían baldear (“rociar”) mucho las habitaciones de la planta baja que formaban la “entrá”, y que era el lugar, junto con el corral o delante mismo de la puerta de la casa, donde hacían la vida diaria.

Las paredes de la mayor parte de las casas estaban hechas con ladrillos de tierra no cocidos y sí solamente secados al sol, y revestidas de yeso. La tierra con que construían los ladrillos era tomada del “bancal”, tierra que era amasada con los pies y recortada en moldes. Este trabajo se realizaba generalmente en verano por albañiles que no trabajaban exclusivamente en este oficio, sino que lo simultaneaban con el trabajo en la tierra.

La cocina o estaba en una habitación de la “entrá” o en el corral, donde se cocinaba más frecuentemente en verano. En la huerta la cocina solía estar delante de las casas, adonde se llegaba por estrechas sendas, que se solían ensanchar delante de la casa. En las familias más humildes o descuidadas se utilizaba como fogón unas piedras puestas en el corral. Los caminos internos apenas existían para el transporte. Apenas había animales de carga. El terreno valía mucho y tenía que ser aprovechado al máximo. El camino que ahora une La Raya y Rincón de Seca se construiría al final de la II República, durante un plan promovido por las autoridades municipales para combatir el paro obrero.

Las casas en el pueblo, la más de las veces, eran alquiladas, mientras que en la huerta eran propias, si bien el terreno en que se asentaban era del arrendatario. La tierra en arriendo se transmitía de padres a hijos, lo que implicaba heredar también la casa. Cuando se dejaba el arriendo de la tierra había que dejar la casa, y entonces el propietario indemnizaba. En la huerta era frecuente que el padre construyera al hijo casado una nueva casa al lado de la suya (el vínculo familiar era muy fuerte) y de este modo fue como nacieron los caseríos de los Pujantes, los Terueles o los Vigueras, cuyo nombre toman del apellido de la familia. La mayoría de las casas de la huerta estaban a bastante distancia entre sí, y se accedía a ellas a través de angostas sendas hechas en el repecho de las acequias y los brazales.

Era frecuente que los del pueblo tuvieran una barraca en la tierra que “llevaban”, en donde dormían durante el verano, con la recogida de los frutos, para vigilarlos mejor. Las barracas eran tan pequeñas, que más que vivir, acampaban, careciendo de cocina, y en una habitación podía hacer toda su vida la familia.

EL CORRAL era frecuentísimo, situado tras la casa y limitado en el pueblo por un muro de pared y en la huerta por un cañizo. Su piso era de tierra, sucio, lleno de desbrozos, de defecaciones de animales y, muchas veces, humanas. Muy pocos estaban empedrados o enlosados. En verano su piso era muy seco y en invierno con la lluvia se convertía en una verdadera pocilga. A veces se protegía con cañas y palmas. En la huerta se sombreaba con alguna higuera. En algunos del pueblo, por su estrechura nunca llegaba el sol a tocar el suelo.

En el corral existía un gran hoyo, estercolero-basurero, en el que se reunían las excretas animales y las humanas, en muchos casos directamente, y todos los restos de la casa, hasta que se llenaba y era llevado a la huerta como abono. En algunos no había ni hoyo. En el mejor de los casos el estercolero estaba separado por un cañizo, en el que escarbaban las gallinas y el cerdo, y cerca de el jugaban los niños y las mujeres cocinaban, cosían y lavaban la ropa y los cacharros de comer y cocinar, si no había acequia o brazal próximo, pues en el corral hacía gran parte de su vida la familia. En las casas próximas a una acequia o brazal y en la huerta, y en las casas de mejor posición social, era frecuente una gran pila de piedra caliza para lavar.

Raramente no convivían con la familia animales, sobre todo gallinas, conejos y algún cerdo, que andaban sueltos o en cuadras. Estas cuadras tenían el piso de tierra, seco y bastante limpio y hasta las paredes eran a veces más blanqueadas que las de la propia casa. Con el buen tiempo, el cerdo podía estar en la calle o atado por el cuello con una soga a la estaca clavada en un bancal. En el mejor de las casos, a las gallinas se les aislaba con un cañizo.

Durante 1929 se lleva a cabo la campaña contra la anquilostomiasis en La Raya, promovida por el Ayuntamiento de Murcia y la Fundación Rockfeller, siendo construidos gran cantidad de retretes en los corrales del pueblo o a poca distancia de las casas de la huerta, a través de la Oficina Sanitaria instalada aquí. Hasta entonces de las 350 casas que componían el partido de La Raya, 283 no tenían retrete. Y los que había hasta entonces estaban en algún rincón de la cuadra o en sitios oscuros y sin apenas ventilación. En la huerta había hoyos rodeados de cañizo. Sobre ellos se colocaba una tabla donde poner los pies y situarse en cuclillas, a veces sin cañizo o un saco como cortina que los separara de la vista de los demás. Algunas veces servía la propia pared posterior de la casa. Tras la citada campaña algunos de los retretes construidos fueron abandonados, otros quedaron cegados, otros fueron utilizados para guardar leña, palma o cordel, otros tapiados. Los pobladores de La Raya seguían haciendo sus necesidades en cuclillas y al aire libre: como siempre lo habían hecho. Los hombres y los niños no los usaban prácticamente. Los hombres lo hacían donde les pillaba, en medio del bancal, en una senda, en los cañares de las acequias, al aire libre, en los malecones, lejos de la casa, y nunca dos veces seguidas en el mismo sitio. Las mujeres, y sobre todo las jóvenes, eran las que más utilizaban los retretes por razones de pudor. Los niños cuando eran pequeños hasta lo hacían en las calles del pueblo.

Las mujeres no solían ir, por lo general, descalzas. Los niños sí, a partir de los cinco años. El calzado era la alpargata, de cuerpo de lienzo, con piso de cáñamo trenzado, igual que las que usaban en ese mismo tiempo las quintas del ejército. Los más viejos utilizaban la alpargata abierta. El calzado de cuero era un lujo, empleado en días festivos por mozos y mozas de mejor posición social. Los varones eran más propensos a andar descalzos, y si se les veía con alpargatas y calcetines para no mojarse los pies era porque eran propensos a catarros o tenían miedo a coger una nueva pulmonía. En verano y en la casa, las mujeres y más los niños solían andar descalzos por comodidad y “por ahorrar un par de alpargates” –decían. El hombre se descalzaba siempre para regar, cuando no hacía mucho frío, y metía los pies en la fresca y blanda tierra del bancal. Los pobladores de La Raya, en vez de seguir andando descalzos como hasta entonces habían venido haciendo, habían empezado a utilizar cada vez más la alpargata, que usaban hasta deteriorarse completamente, porque “se iban espabilando” –decían.

Generalmente no se lavaban muy a menudo, sobre todo si no eran mujeres jóvenes o niños de corta edad. Lo hacían en la acequia, en el brazal o en una palangana de porcelana en el corral de la casa, en la “entrá” o en la misma calle. Las más cuidadosas o de mejor posición lo hacían sobre el “zafero”. El jabón era escaso y costoso. Lo frecuente era lavarse o utilizar el jabón los domingos, aunque algunos “se lavan la cara cuando llueve” –decían. A algunos niños había que zurrarles, tan poco amor tenían al lavado.

LA ROPA era lavada generalmente en las acequias, de la que también se tomaba el agua para consumo humano, y a la que iban, por otro lado, todas las excretas. El agua “potable” y para usos domésticos era recogida directamente en cántaros o cubos, y para poderla beber, tenía que sedimentar o “reposar”. Por lo general, las casas tenían en la “entrá” dos o tres tinajas de barro en donde se depositaba el agua, en cuyo brillo se cifraba el orgullo de limpieza de las mujeres de la casa. La mejor agua de la acequia era en la menguante de enero, por ser de deshielo. En algunas casas de mejor posición de la huerta había aljibes, que llenaban también en la menguante de enero.

El carácter químico-bacteriológico del agua de acequias y brazales era la siguiente: 34 grados hidrotimétricos; cloruros, 87 por mil; materia orgánica, 250 miligramos; presencia abundante de nitritos, coli y estreptococo.

Al huertano se le consideraba sobrio en la comida, no tanto en cuanto a las bebidas alcohólicas. Su nivel moral, era relativamente bajo, aunque era peor su nivel cultural, y muy bajo en cuestiones de higiene y sanidad.

La leche que consumían era de cabra. Alguna familia comía del pequeño rebaño que poseía de una o dos docenas de animales, que prácticamente pastoreaban poco. Las cabras comían alfalfa que se compraba segada, hierba de los caminos y hojas de morera, después de la recolección las dejaban entrar en algunos bancales.

Para su alimentación, los pobladores de La Raya, sin embargo, no aprovechaban del todo las legumbres y hortalizas que más podían tener a mano, para hacer de ellas la base de su alimentación. Les agradaban poco y se ilusionaban por comer carne (generalmente de cordero, la más abundante en la huerta), que generalmente escaseaba por los bajos presupuestos familiares. Solo en alguna fiesta se “hartaban de carne”, tanto como para alimentarse en seis días. Lo que más les gustaba era el “companaje” (bacalao crudo, sardinas saladas o ahumadas), tomates crudos, naranjas, y en el mejor de los casos un trozo de embutido de cerdo, todo acompañado con mucho pan, que era de trigo y procedía de los dos hornos del pueblo. Los más acomodados de la huerta tenían su propio horno. También comían acelgas, coliflor y sobre todo lechugas, tanto la “romana” como la alargada que se comía sin aderezo y sin lavar, arrancando del tallo hoja por hoja. La patata también abundaba en las comidas, seguida del nabo y el boniato. También se comía mucho arroz aunque no se cultivara en la huerta. El mayor consumo alimenticio procedía de lo que se plantaba en la huerta: tomates, judías, patatas, pimientos, higos, naranjas, albaricoques, melocotones, granadas, dátiles, etc. Lo más corriente era comer frío. En la huerta siempre había escaseado leña para hacer fuego.

El consumo de alcohol era muy grande. Frecuentes eran las inflamaciones hepáticas y violento el carácter de las personas. Muy grande también era el analfabetismo. Pocos sabían leer y escribir, algunos leían “algo” porque “se le había olvidao” lo poco que habían aprendido. Había una escuela de niños y niñas, con un maestro y una maestra. La asistencia a clase era muy irregular y escasísima. En el verano, los niños ayudaban a su padres en la huerta, y las niñas a sus madres. Los chicos eran rebeldes, con escasa disciplina y se resistían ir a la escuela. Los padres poco o ningún interés tomaban por estas cosas. La escuela carecía de cualquier confort. Era grande, con ventanas cerca del alto techo. En invierno, sumamente fría. Los retretes de los niños desastrosos. El lavabo era desconocido. El tener muchos hijos ayudaba a desesclavizarse del duro trabajo. Y podía darse algún caso de geofagia (comer tierra).

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