El 23-F que yo viví, artículo de Pedro Antonio Ríos

VI LAS MINISERIES de TVE y Antena 3 sobre el 23-F y como decía mi padre: «cada uno tiene su verdad». Me gustó el primer capítulo de TVE y la conversación final de Antena 3, cuando el padre, con los hijos, saca como positivo del precipitado 23-F, dado por el loco de Tejero: enterró el papel protagonista del ejército para asonadas o levantamientos, de nuestra historia reciente; destrozó la posibilidad del triunfo del golpe, que se estaba fraguando. ¿Nunca sabremos con quién, además de Milans y Armada y con qué bendiciones? ( la trama se centra en unos secretos papeles de ese día que no deben conocerse) y además el uso del nombre del Rey, que había sido un arma a favor de los golpistas, se truncó en error, que, a pesar de tener al Gobierno y Parlamento bloqueados, dejaron manos libres a Zarzuela, donde no pudo llegar Armada.

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Me pareció excesivo e irreal, por ñoño, el tratamiento de la familia real. Esa imagen del Príncipe dormido mientras su padre, sufre individualmente o el abrazo de los tres hijos bajo la mirada de la reina. Nadie duda que el Rey fue una pieza crucial en el desenlace, pero no la única y no es bueno separarla u olvidar a las fuerzas políticas y sociales, a las instituciones y a la actitud de los españoles, que no fue sólo seguir por el transistor el evento. Les faltó reflejar cómo se vivió en los hogares de los españoles comprometidos con la conquista de la democracia y la libertad y le sobró ese uso de la legalización del PCE, que no fue legalizado por la bondad política de los traidores del régimen, sino que lo forzó el multitudinario y ordenado entierro de los abogados laboralistas de CC OO, de la calle Atocha y, sobre todo, la necesidad de hacer creíble y posible una transición, sin ruptura democrática, con el pasado y la necesaria superación de la España dividida entre vencedores y vencidos.

Con treinta años y como concejal del Ayuntamiento de Murcia, viví aquel 23-F en la Comisión de Personal, que desde las cinco de la tarde presidía D. Aurelio Serrano, sentado en el vértice de esa larga mesa, más cercano del acceso al salón de Plenos. A su izquierda, el secretario general y los concejales de UCD y a la derecha, Paco Solano, Mari Carmen Lorente y yo mismo. Sobre las seis y media entraron en la sala el Oficial Mayor y Riera, concejal de UCD, con la cara demudada diciendo que unos terroristas disfrazados de guardias civiles habían entrado en el Congreso. Girando la cabeza, tenso, le dije: «dices bien, son terroristas, pero son guardias civiles dando un Golpe de Estado».

Nos propusieron levantar la sesión y D. Aurelio dijo, con firmeza y a la vez con serenidad: «La sesión se levantará cuando se agote el orden del día, estos señores ya me levantaron en el 36, siendo alcalde de Alcázar de San Juan y a mi edad no me van a levantar del Ayuntamiento de Murcia». Sentí admiración y orgullo por su actitud.Al terminar fui a la sede del partido, a la calle Simón García. Agustín Sánchez Trigueros había hablado con el gobernador civil, después de hablar con Madrid. El ente preautonómico y Hernández Ros no respondían. Agustín nos propuso primero avisar a los militantes y amigos a que se agruparan en defensa de sus ayuntamientos. Con él, una parte de la dirección se fue al Gobierno Civil y otra se incorporaría al Ayuntamiento de Murcia.

Fina, mi mujer, se llevó a Pedro Antonio, de seis años, y a Raúl, de cerca de cuatro, a la casa de sus padres y yo fui a casa en la urbanización Santa Rosa, de Santiago el Mayor. Me cambié, metí en un macuto los documentos, libros y revistas del partido, junto con los ficheros de la sede, y los enterré en el huerto de La Arboleja; le dije a ella que no volviera a la casa y que, en todo caso, yo la llamaría. Llegué al Ayuntamiento y subí directo al despacho del alcalde que acababa de tener una llamada del gobernador militar conminándole a abandonar el Ayuntamiento. Sobre las nueve de la noche, me pasaron una llamada de mi padre, carabinero republicano del 37 y candidato a concejal de UCD en el 79; pero, sobre todo, conocedor de las vicisitudes vividas por amigos, como Pedro Esteve o Mariano Monreal de la JSU. Me dijo preocupado, entre comprensivo y cariñoso: «¿ cómo estás Perico?, estos no van de broma, véte para casa con los críos»; le expliqué que el mejor sitio para estar era el Ayuntamiento.

El alcalde estaba en la zona del sofá de entrevistas y junto a su mesa se encontraba Juan González, Pepe Peñalver, no recuerdo si Patricio, y Miguel García Vera, o algún otro y comentamos mantenernos en el Ayuntamiento. Presenciamos la segunda llamada del gobernador militar amenazándole de enviar la policía militar. y la respuesta educada pero contundente, diciéndole: «Yo soy el alcalde de esta ciudad». Jose María Aroca siempre ha sido mi alcalde y aquella noche, le dije: «Alcalde, a mi me han traído al Ayuntamiento los votos de los ciudadanos y sólo ellos me sacarán de aquí». El Alcalde nos dijo: «Yo como alcalde os pido que os vayáis, pero no me marcharé hasta que el último de vosotros, lo haya hecho».

Habían pasado bastante de las nueve de la noche y la policía militar no hacía su presencia, Avelino Caballero, como gobernador civil, le ganaba el pulso al gobernador militar. Aunque Radio Nacional emitía música militar, en Radio Juventud la voz de Adolfo Fernández la acompañaba con mensajes de constitucionalidad. Bajé en dos ocasiones a la puerta del Ayuntamiento: sobre las ocho y media había unas cincuenta personas, la mayoría conocidos; la segunda, sobre las nueve y media de la noche, apenas quedaba una veintena de personas. A nuestros militantes les comenté que era mejor que se marcharan a casas de sus familiares y que llamaran a todos los que pudieran.

A las once de la noche llegó Adrián Ángel Viudes, que venía de Madrid, dejó a la familia en casa y cuando entró dijo: «Alcalde aquí me tienes, mi sitio está aquí, en la institución, frente a esta banda de desalmados». La llegada de Adrián ángel y de Jose Luis Valenzuela, además de darnos tranquilidad, elevó nuestro ánimo, por la explicación y por el tono convencido, que nos invitaba a creer en el fracaso del golpe. Cuando terminaron las palabras del Rey, un alivio general corrió por la sala y, sobre las dos de la mañana, más seguro, pero receloso, recogí a mi mujer y nos fuimos a dormir a casa, sin los zagales.

Estoy seguro de que esa noche del 23-F está llena de miles de historias anónimas, básicas para la masiva explosión popular en las manifestaciones de los días siguientes, haciendo realidad la única España posible en ese momento, tanto para Europa, como para Occidente y, sobre todo para los españoles.

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