
EN EL PASADO de todos los países alternan los episodios embarazosos y los que son motivo de patriótica exaltación. El cuarto centenario de la expulsión de los moriscos en el reinado de Felipe III se incluye, como es obvio, entre los mencionados en primer lugar. Fuera de la fundación El Legado Andalusí y de los historiadores convocados por éste el próximo mes de mayo, la España oficial y académica se ha encastillado en un precavido silencio que revela su manifiesta incomodidad.
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Lo acaecido de 1609 a 1614 es desde luego poco glorioso y constituye el primer precedente europeo de las limpiezas étnicas más o menos sangrientas del pasado siglo. Las medidas "profilácticas" recetadas por el duque de Lerma con el apoyo decisivo de la jerarquía eclesiástica encabezada por el patriarca Ribera, fueron objeto de un largo, incierto y controvertido debate político-religioso cuyas etapas, aunque sea a vuela pluma, conviene recordar: 1499, conversión forzosa de los granadinos por el cardenal Cisneros; 1501-02, pragmática del mismo dando a elegir a los musulmanes del reino de Castilla entre el exilio y la conversión: los mudéjares del Medioevo pasaron a ser así, pura, y simplemente, moriscos; 1516, se les fuerza a abandonar su vestimenta y costumbres, aunque la medida queda en suspenso por espacio de diez años; 1525-26, conversión por edicto de los de Aragón y Valencia; 1562, una junta compuesta de eclesiásticos, juristas y miembros del Santo Oficio prohíbe a los granadinos el uso de la lengua árabe; 1569-70, rebelión de la Alpujarra y guerras de Granada... A partir del aplastamiento de los moriscos y de la ejecución de Aben Humeya, la política de Felipe II consistió en dispersar a los granadinos y en reasentarlos en Castilla, Murcia y Extremadura, lejos de las costas meridionales y de las posibles incursiones turcas.
Tantas vacilaciones y cambios de rumbo reflejaban las contradicciones existentes entre una jerarquía eclesiástica muy poco respetuosa de la ética universal cristiana y los intereses de una parte de la nobleza peninsular, para la que la expulsión de quienes trabajaban sus tierras significaba la ruina de la agricultura. Como sabemos por la historiografía desde fines del siglo XIX, la cruzada político-religiosa fue objeto entre bastidores de una áspera controversia. Mientras algunos se oponían a la expulsión y predicaban el catecumenado y la asimilación gradual, los elementos más duros del episcopado se decantaban por propuestas más contundentes: la esclavitud, el exterminio colectivo o la castración de todos los varones y su deportación a la isla de los Bacalaos, esto es, a Terranova. Al destierro a la más cercana orilla africana, sostenido por la mayoría de los miembros del Consejo de Estado, un santo obispo opuso una argumentación impecable: puesto que el llegar a Argel o a Marruecos, los moriscos renegarían de la fe cristiana, lo más caritativo sería embarcarles en naves desfondadas a fin de que naufragaran durante el trayecto y salvaran sus almas.
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Lo acaecido de 1609 a 1614 es desde luego poco glorioso y constituye el primer precedente europeo de las limpiezas étnicas más o menos sangrientas del pasado siglo. Las medidas "profilácticas" recetadas por el duque de Lerma con el apoyo decisivo de la jerarquía eclesiástica encabezada por el patriarca Ribera, fueron objeto de un largo, incierto y controvertido debate político-religioso cuyas etapas, aunque sea a vuela pluma, conviene recordar: 1499, conversión forzosa de los granadinos por el cardenal Cisneros; 1501-02, pragmática del mismo dando a elegir a los musulmanes del reino de Castilla entre el exilio y la conversión: los mudéjares del Medioevo pasaron a ser así, pura, y simplemente, moriscos; 1516, se les fuerza a abandonar su vestimenta y costumbres, aunque la medida queda en suspenso por espacio de diez años; 1525-26, conversión por edicto de los de Aragón y Valencia; 1562, una junta compuesta de eclesiásticos, juristas y miembros del Santo Oficio prohíbe a los granadinos el uso de la lengua árabe; 1569-70, rebelión de la Alpujarra y guerras de Granada... A partir del aplastamiento de los moriscos y de la ejecución de Aben Humeya, la política de Felipe II consistió en dispersar a los granadinos y en reasentarlos en Castilla, Murcia y Extremadura, lejos de las costas meridionales y de las posibles incursiones turcas.

La España oficial y académica evita abordar el cuarto centenario de uno de los hechos más ominosos de nuestra historia: la expulsión en 1609 de cientos de miles de compatriotas de antecedentes musulmanes.
En el debate que enfrentó durante décadas a -perdóneseme el anacronismo- palomas y halcones, éstos contaron con la pluma elocuente de propagandistas como fray Jaime de Bleda, González de Cellorigo, fray Marcos de Guadalajara y, sobre todo, de Pedro Aznar de Cardona, para quien la expulsión cerraba definitivamente el largo e ignominioso paréntesis abierto por la invasión de 711: la católica España lo sería, por obra de Lerma y del Tercer Filipo, sin excepción alguna. Junto a los alegatos de índole religiosa, se esgrimían otros de orden demográfico: el peligro que suponía el gran crecimiento de la población morisca en abrupto contraste con el estancamiento o caída del de los cristianos viejos en razón del celibato eclesiástico, la enclaustración femenina en los conventos, las guerras de Flandes y la emigración a América. Dicha argumentación, resucitada hoy por los ultras de la identidad europea, fue irónicamente resumida por el Berganza cervantino en el Coloquio de los perros.
El problema morisco y la terapéutica radical del mismo han sido objeto de numerosos y bien documentados estudios en el último medio siglo por historiadores tan diversos como Américo Castro, Domínguez Ortiz, Julio Caro Baroja, Mercedes García-Arenal, Bernard Vincent, Louis Cardaillac, Márquez Villanueva y un largo etcétera. Gracias a ellos, conocemos las reflexiones que hoy denominaríamos cívicas de quienes se opusieron al bando de expulsión de hace cuatro siglos. Muy significativamente, la mayoría de ellos formaba parte de la, no por desdibujada menos visible, comunidad de cristianos nuevos de origen judío, cuya defensa de la asimilación de los moriscos era asimismo un alegato pro domo, en la medida en que contradecía e impugnaba los muy poco cristianos estatutos de limpieza de sangre. La reivindicación del comercio, del trabajo y del mérito frente a la "negra honra" de los cristianos viejos, apuntaba al objetivo de detener la ya perceptible decadencia española y las largas "vacaciones históricas" que se prolongarían por espacio de dos siglos, hasta las Cortes de Cádiz, pese a las políticas más sensatas de Olivares y de los ministros ilustrados del XVIII. González de Cellorigo, cuyo memorial dirigido al monarca -De la política necesaria y útil restauración de la república de España- condensa en el título su contenido regeneracionista, y la excelente Historia de la rebelión y castigo de los moriscos, de Luis de Mármol y Carvajal -evocadora de una tragedia humana que hubiera podido evitarse con planteamientos más pragmáticos-, se ajustan a la corriente del pensamiento erasmista al que se adscribían los partidarios de una modernización de la ensimismada sociedad hispana.
En una obra de próxima publicación y que acabo de leer por gentileza de su autor -Moros, moriscos y turcos en Cervantes-, Francisco Márquez Villanueva analiza con su habitual competencia los escritos, en su mayoría inéditos, del humanista Pedro de Valencia, discípulo y testamentario del hebraísta Benito Arias Montano. Su Tratado acerca de los moriscos de España, desconocido hasta su publicación en 1979, y que no llegó a mis manos sino en fecha reciente, quizá sea, visto con la perspectiva del tiempo, la defensa mejor razonada de la causa de los expulsos. Judeoconverso, como Arias Montano, y enemigo de la escolástica y de la ideología tridentina, denuncia con energía "el agravio que se les hace (a los moriscos) en privarlos de sus tierras y en no tratarlos con igualdad de honra y estimación con los demás ciudadanos y naturales". Como fray Luis de León (recuérdese lo "de generaciones de afrenta que nunca se acaba"), Pedro de Valencia se alza contra los estatutos del cardenal Siliceo y propugna una política de matrimonios mixtos de moriscos y cristianos viejos para "persuadir a los ciudadanos de la república, que todos son hermanos de un linaje y de una sangre".
El espectáculo de decenas de millares de mujeres y hombres bautizados a quienes se separaba de sus hijos mientras imploraban misericordia a Dios y al rey y proclamaban en vano su voluntad de permanecer en su patria, resultaba para algunos cristianos sinceros difícil de soportar. Las condiciones brutales de la expulsión y las matanzas llevadas a cabo de quienes huían de ella fueron acogidas con tristeza y compasión por una minoría pensante, y con clamores de odio y con vítores por aquellos que, como Gaspar de Aguilar, las convirtieron en cantares de gesta.
La mayoría de los moriscos se refugiaron, con muy diversa fortuna, en el Magreb, y los naturales de Hornachos crearon en Marruecos la llamada república de Salé, con la esperanza ilusoria de congraciarse con el rey y retornar algún día a España. Los del Valle de Ricote fueron autorizados a emigrar voluntariamente durante un lapso de cuatro años por la frontera francesa y a dirigir sus pasos a otros países europeos. Aunque totalmente asimilados, el favorito de Felipe III firmó, sin que le temblara el pulso, su orden de destierro colectivo en 1614. El episodio del morisco Ricote -el encuentro con su paisano Sancho Panza- en la Segunda Parte del Quijote, permitió a Cervantes, maestro en el arte de la astucia, recoger la voz de quienes fueron víctimas, de tan salvaje atropello.
"Salí -dice el morisco- de nuestro pueblo, entré en Francia y aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia y llegué a Alemania y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte de ella se vive con libertad de conciencia".
¡Libertad de conciencia! De refilón, y como quien no quiere la cosa, el autor del Quijote pone el dedo en la llaga. Los despiertos centinelas del Santo Oficio eran todo oídos pero a buen relector sobran más palabras.


El espectáculo de decenas de millares de mujeres y hombres bautizados a quienes se separaba de sus hijos mientras imploraban misericordia a Dios y al rey y proclamaban en vano su voluntad de permanecer en su patria, resultaba para algunos cristianos sinceros difícil de soportar. Las condiciones brutales de la expulsión y las matanzas llevadas a cabo de quienes huían de ella fueron acogidas con tristeza y compasión por una minoría pensante, y con clamores de odio y con vítores por aquellos que, como Gaspar de Aguilar, las convirtieron en cantares de gesta.
La mayoría de los moriscos se refugiaron, con muy diversa fortuna, en el Magreb, y los naturales de Hornachos crearon en Marruecos la llamada república de Salé, con la esperanza ilusoria de congraciarse con el rey y retornar algún día a España. Los del Valle de Ricote fueron autorizados a emigrar voluntariamente durante un lapso de cuatro años por la frontera francesa y a dirigir sus pasos a otros países europeos. Aunque totalmente asimilados, el favorito de Felipe III firmó, sin que le temblara el pulso, su orden de destierro colectivo en 1614. El episodio del morisco Ricote -el encuentro con su paisano Sancho Panza- en la Segunda Parte del Quijote, permitió a Cervantes, maestro en el arte de la astucia, recoger la voz de quienes fueron víctimas, de tan salvaje atropello.

¡Libertad de conciencia! De refilón, y como quien no quiere la cosa, el autor del Quijote pone el dedo en la llaga. Los despiertos centinelas del Santo Oficio eran todo oídos pero a buen relector sobran más palabras.
[El País (15 mar. 2009). - P. 31] .
N. de la R. - Según la Relación del número de moriscos desde 1581 a 1589 del Obispado de Cartagena, había 1.411 varones libres, 1.298 mujeres libres, 777 niños menores de diez años, 304 esclavos y 606 esclavas. Lo que daba un total de 4.396 moriscos en el territorio de este obispado y representa el 59 por ciento del total de la población. Gran parte de ellos habitaban lugares de la huerta murciana, con una gran presencia en el de La Raya, poblado por el magnate Rodrigo de Puxmarín y Soto en 1545 con vecinos de sus tierras del lugar de La Puebla, muchos de ellos también moriscos que habitaban junto a la acequia Alquibla. Once familias de moriscos están censadas en La Raya, según la citada relación (AGS, Cámara de Castilla, 2.183).
La conquista de Granada al final del siglo anterior trajo el despertar de la riqueza agrícola en Murcia y en el siglo XVI los moriscos granadinos introducen el cultivo de la morera en la huerta mrciana. Puxmarín, uno de los dirigentes políticos que controlaron el Concejo de Murcia contra los comuneros utilizó para su empresa agrícola a moriscos como mano de obra y como principales conocedores de las técnicas de laboreo en una de las zonas más fértiles de la huerta. Esto supuso un empuje económico a la empresa colonizadora de Puxmarín, tal como reflejan los datos recogidos en la Relación de Moriscos y Mudéjares del Reino de Murcia, que ordenó realizar Luis Fajardo en el año 1610, cuando en La Raya se contabilizan 43 "hogares" o "fuegos". Aún hoy en día todavía se recuerda el nombre de una de las calles de este lugar de población (la actual Salzillo) como Calle de los Moros.
Una vez más, en las próximas Fiestas de Primavera de Murcia del próximo mes de abril millares y millares de murcianos y murcianas saldrán ataviados a las calles con unas vestimentas cuyo origen se hunde en las de los mudéjares y moriscos murcianos, para festejar un "Bando de la Huerta" que los folcloristas del último tercio de la centuria del diecinueve se inventaron en torno al movimiento postromántico y constumbrista de la época. Un festejo que ciertas clases sociales de la época instituyeron para salir de su aburrimiento burgués, intentando con ello exhaltar un huertanismo y localismo popular que a la vez despreciaban y a cuyos verdaderos protagonistas, los jornaleros y huertanos, muchos de ellos en condiciones sociales paupérrimas y miserables, se les tenía en el mayor de los olvidos y a los que se les negaba el progreso social. El nacimiento de este festejó coincidió con el esplendor del sistema caciquil decimonónico, donde rasgos de su estructura mental e ideológica permanecen y se reflejan en la escasa conciencia social y política de una sociedad que, a la vez que se la ningunea desde posiciones políticas y económicas caciquiles, se le invita a despreciar el espíritu de participación de la sociedad civil en los asuntos públicos y que son de todos.

La conquista de Granada al final del siglo anterior trajo el despertar de la riqueza agrícola en Murcia y en el siglo XVI los moriscos granadinos introducen el cultivo de la morera en la huerta mrciana. Puxmarín, uno de los dirigentes políticos que controlaron el Concejo de Murcia contra los comuneros utilizó para su empresa agrícola a moriscos como mano de obra y como principales conocedores de las técnicas de laboreo en una de las zonas más fértiles de la huerta. Esto supuso un empuje económico a la empresa colonizadora de Puxmarín, tal como reflejan los datos recogidos en la Relación de Moriscos y Mudéjares del Reino de Murcia, que ordenó realizar Luis Fajardo en el año 1610, cuando en La Raya se contabilizan 43 "hogares" o "fuegos". Aún hoy en día todavía se recuerda el nombre de una de las calles de este lugar de población (la actual Salzillo) como Calle de los Moros.
Una vez más, en las próximas Fiestas de Primavera de Murcia del próximo mes de abril millares y millares de murcianos y murcianas saldrán ataviados a las calles con unas vestimentas cuyo origen se hunde en las de los mudéjares y moriscos murcianos, para festejar un "Bando de la Huerta" que los folcloristas del último tercio de la centuria del diecinueve se inventaron en torno al movimiento postromántico y constumbrista de la época. Un festejo que ciertas clases sociales de la época instituyeron para salir de su aburrimiento burgués, intentando con ello exhaltar un huertanismo y localismo popular que a la vez despreciaban y a cuyos verdaderos protagonistas, los jornaleros y huertanos, muchos de ellos en condiciones sociales paupérrimas y miserables, se les tenía en el mayor de los olvidos y a los que se les negaba el progreso social. El nacimiento de este festejó coincidió con el esplendor del sistema caciquil decimonónico, donde rasgos de su estructura mental e ideológica permanecen y se reflejan en la escasa conciencia social y política de una sociedad que, a la vez que se la ningunea desde posiciones políticas y económicas caciquiles, se le invita a despreciar el espíritu de participación de la sociedad civil en los asuntos públicos y que son de todos.
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