La formulación correcta de la ecuación completa y lógica sería la de que “España es una nación de naciones de naciones”
INCURRÍA Íñigo Urkullu el pasado Día de la Patria Vasca en uno de esos latiguillos retóricos que son casi obligados en ese tipo de celebraciones, y acusaba al sistema institucional español de no haber superado todavía el concepto de “una, grande y libre” que lució como ideal el nacionalcatolicismo. La soflama no merecería siquiera ser comentada si no fuera porque, paradójicamente, viene a poner de relieve de manera plástica el problema fundamental que plantea el nacionalismo vasco (y, más en general, todo nacionalismo) a la realidad democrática pluralista de una sociedad moderna como la vasca.
La paradoja consiste en que al mismo tiempo que Urkullu profiere contra España la acusación de seguir pretendiendo ser la unidad homogénea que soñó el franquismo, lo que reclama para su nación imaginada, la nación vasca, es exactamente eso mismo que imputa como pecado nefando a la patria española. En efecto, en ese mismo discurso, Urkullu reivindica una nación vasca que sea “una” (todos los vascos deberían celebrar la fiesta de la patria vasca, dice), que sea “grande” (debe incluir a Navarra y los territorios franceses del norte, añade), y que sea “libre” (soberana en Europa como están Croacia o Letonia, termina). De forma que no cabe lema más ajustado para la reivindicación soberanista del nacionalismo que el de “una, grande y libre”.
Daría para muchas líneas comentar esta paradoja en términos de proyección freudiana, en la que el sujeto atribuye al otro como defecto precisamente sus propios deseos insuficientemente racionalizados. Pero baste aquí comentarla en términos estrictamente sociológicos y políticos, que son los más objetivables.
Lo que “la paradoja Urkullu” expresa desde el punto de vista sociológico es que la reivindicación de la diversidad, tan cara al pensamiento actual, esconde al final del camino la exigencia de su contrario, la homogeneidad. Hegel lo hubiera predicho si se le hubiera planteado en estos términos: el sujeto que se reclama diverso de los demás está reclamando al tiempo su identidad homogénea. En términos sociales: la exigencia de respeto a la diversidad inherente de un grupo frente al más amplio en que vive inmerso esconde la exigencia de que ese grupo sea homogéneamente diverso, es decir, sea “uno”. Por eso las políticas de respeto a la diversidad suelen terminar en políticas de conservación e imposición de los rasgos componentes de esa diversidad: diverso hacia fuera, homogéneo hacia dentro. Lo que para el grupo más grande es un mal, se transforma en el sumo bien para el grupo pequeño. El problema de la paradoja, claro está, es que las unidades morales que cuentan no son los grupos, sino las personas que los componen. Y para esas unidades morales es igual de agresiva la imposición de una u otra homogeneidad social, pues en todo caso se agrede su libertad de identidad.
En una sociedad moderna no caben políticas deliberadas de construcción nacional, sean de la nación que sean, la grande o la pequeña. No es su contenido concreto lo que las hace democráticamente ilegítimas (de manera que habría sido pecado volver castellanohablantes a quienes no lo eran, pero sería perfecto volver ahora euskaldunes a los castellanohablantes), sino su designio inherente de invadir campos reservados a la libertad personal de cada uno, al tiempo que su afán por borrar el pluralismo constitutivo de esa sociedad. No existen ya (¿existieron de verdad?) las añoradas gemeinschaften, sino solo sociedades complejas. Y en una democracia liberal no tienen cabida las políticas perfeccionistas de mejora de la calidad nacional del ciudadano. Cierto que estas políticas se practicaron por doquier en la gran época europea de la nation building decimonónica, pero tal circunstancia no las legitima hoy, igual que los precedentes históricos no legitiman la esclavitud o la exclusión de las mujeres.
Traducido a términos más políticos, la disonancia constitutiva del nacionalismo de Urkullu está en su pretensión de construir y conseguir un Estado mononacional, pero no tanto por lo de Estado como por lo de mononacional. Aspirar a ser Estado independiente es una pretensión legítima sobre la que cabe dialogar y negociar en democracia, pero aspirar a construir una sola nación homogénea como base social de ese Estado es directamente inadmisible. Y lo malo es que, aquí y ahora, en este país nuestro, las pretensiones de ser Estado van inextricablemente unidas a las de serlo mononacionalmente. Por lo cual, precisamente por ello, el Estado español actual que reconoce la plurinacionalidad constitutiva de la sociedad que le sirve de base (y negar que ello sea así es pura y simple ceguera) tiene una calidad democrática superior a la de los hipotéticos mononacionales que pretenden sucederle. Y es que, en España, los sentimientos nacionales no están encapsulados en este o aquel territorio (si así fuera hace mucho que los problemas se habrían resuelto por sí mismos), sino que están solapados en cada kilómetro cuadrado de algunos de sus territorios. De manera que un Gobierno complejo de estructura federativa atenderá esa realidad mucho mejor que un montón de pequeños Gobiernos mononacionales.
Es curioso en este sentido ver cómo la historia de hoy, cien años después de su destrucción, reconoce que el Imperio Austrohúngaro de 1914, con sus dieciocho nacionalidades dentro, era un marco de convivencia y conllevancia mejor (mejor para las personas de carne y hueso) que los Estados wilsonianos mononacionales hechos con calzador que le sucedieron, y cómo el juicio sobre su realidad se va tiñendo de una cierta añoranza.
Al final es bastante sencillo, incluso en la lógica nacionalista: Urkullu, y muchos otros, reprochan al sistema constitucional no querer admitir que España es algo así como “una nación de naciones”. Pero no cae en la cuenta de que lo mismo le pasa a Euskadi, que es también otra “nación de naciones”. Con lo cual la formulación correcta de la ecuación completa siguiendo su propia lógica sería la de que “España es una nación de naciones de naciones”.
Y si abandonamos un rato la asfixiante lógica nacionalista, la formulación final sería la de que España es una república de ciudadanos plurales y mezclados que puede convivir razonablemente cómoda mientras no ponga como ideal para el futuro aquello que en la historia pudo ser pero no fue: ser una sociedad cultural y étnicamente homogénea, o ser un conjunto de sociedades cultural y étnicamente homogéneas. Ni una ni otras. Variopintos y mezclados. Juntos y revueltos. ¿Es tan insoportable?
INCURRÍA Íñigo Urkullu el pasado Día de la Patria Vasca en uno de esos latiguillos retóricos que son casi obligados en ese tipo de celebraciones, y acusaba al sistema institucional español de no haber superado todavía el concepto de “una, grande y libre” que lució como ideal el nacionalcatolicismo. La soflama no merecería siquiera ser comentada si no fuera porque, paradójicamente, viene a poner de relieve de manera plástica el problema fundamental que plantea el nacionalismo vasco (y, más en general, todo nacionalismo) a la realidad democrática pluralista de una sociedad moderna como la vasca.
La paradoja consiste en que al mismo tiempo que Urkullu profiere contra España la acusación de seguir pretendiendo ser la unidad homogénea que soñó el franquismo, lo que reclama para su nación imaginada, la nación vasca, es exactamente eso mismo que imputa como pecado nefando a la patria española. En efecto, en ese mismo discurso, Urkullu reivindica una nación vasca que sea “una” (todos los vascos deberían celebrar la fiesta de la patria vasca, dice), que sea “grande” (debe incluir a Navarra y los territorios franceses del norte, añade), y que sea “libre” (soberana en Europa como están Croacia o Letonia, termina). De forma que no cabe lema más ajustado para la reivindicación soberanista del nacionalismo que el de “una, grande y libre”.
Daría para muchas líneas comentar esta paradoja en términos de proyección freudiana, en la que el sujeto atribuye al otro como defecto precisamente sus propios deseos insuficientemente racionalizados. Pero baste aquí comentarla en términos estrictamente sociológicos y políticos, que son los más objetivables.
Lo que “la paradoja Urkullu” expresa desde el punto de vista sociológico es que la reivindicación de la diversidad, tan cara al pensamiento actual, esconde al final del camino la exigencia de su contrario, la homogeneidad. Hegel lo hubiera predicho si se le hubiera planteado en estos términos: el sujeto que se reclama diverso de los demás está reclamando al tiempo su identidad homogénea. En términos sociales: la exigencia de respeto a la diversidad inherente de un grupo frente al más amplio en que vive inmerso esconde la exigencia de que ese grupo sea homogéneamente diverso, es decir, sea “uno”. Por eso las políticas de respeto a la diversidad suelen terminar en políticas de conservación e imposición de los rasgos componentes de esa diversidad: diverso hacia fuera, homogéneo hacia dentro. Lo que para el grupo más grande es un mal, se transforma en el sumo bien para el grupo pequeño. El problema de la paradoja, claro está, es que las unidades morales que cuentan no son los grupos, sino las personas que los componen. Y para esas unidades morales es igual de agresiva la imposición de una u otra homogeneidad social, pues en todo caso se agrede su libertad de identidad.
En una sociedad moderna no caben políticas deliberadas de construcción nacional, sean de la nación que sean, la grande o la pequeña. No es su contenido concreto lo que las hace democráticamente ilegítimas (de manera que habría sido pecado volver castellanohablantes a quienes no lo eran, pero sería perfecto volver ahora euskaldunes a los castellanohablantes), sino su designio inherente de invadir campos reservados a la libertad personal de cada uno, al tiempo que su afán por borrar el pluralismo constitutivo de esa sociedad. No existen ya (¿existieron de verdad?) las añoradas gemeinschaften, sino solo sociedades complejas. Y en una democracia liberal no tienen cabida las políticas perfeccionistas de mejora de la calidad nacional del ciudadano. Cierto que estas políticas se practicaron por doquier en la gran época europea de la nation building decimonónica, pero tal circunstancia no las legitima hoy, igual que los precedentes históricos no legitiman la esclavitud o la exclusión de las mujeres.
Traducido a términos más políticos, la disonancia constitutiva del nacionalismo de Urkullu está en su pretensión de construir y conseguir un Estado mononacional, pero no tanto por lo de Estado como por lo de mononacional. Aspirar a ser Estado independiente es una pretensión legítima sobre la que cabe dialogar y negociar en democracia, pero aspirar a construir una sola nación homogénea como base social de ese Estado es directamente inadmisible. Y lo malo es que, aquí y ahora, en este país nuestro, las pretensiones de ser Estado van inextricablemente unidas a las de serlo mononacionalmente. Por lo cual, precisamente por ello, el Estado español actual que reconoce la plurinacionalidad constitutiva de la sociedad que le sirve de base (y negar que ello sea así es pura y simple ceguera) tiene una calidad democrática superior a la de los hipotéticos mononacionales que pretenden sucederle. Y es que, en España, los sentimientos nacionales no están encapsulados en este o aquel territorio (si así fuera hace mucho que los problemas se habrían resuelto por sí mismos), sino que están solapados en cada kilómetro cuadrado de algunos de sus territorios. De manera que un Gobierno complejo de estructura federativa atenderá esa realidad mucho mejor que un montón de pequeños Gobiernos mononacionales.
Es curioso en este sentido ver cómo la historia de hoy, cien años después de su destrucción, reconoce que el Imperio Austrohúngaro de 1914, con sus dieciocho nacionalidades dentro, era un marco de convivencia y conllevancia mejor (mejor para las personas de carne y hueso) que los Estados wilsonianos mononacionales hechos con calzador que le sucedieron, y cómo el juicio sobre su realidad se va tiñendo de una cierta añoranza.
Al final es bastante sencillo, incluso en la lógica nacionalista: Urkullu, y muchos otros, reprochan al sistema constitucional no querer admitir que España es algo así como “una nación de naciones”. Pero no cae en la cuenta de que lo mismo le pasa a Euskadi, que es también otra “nación de naciones”. Con lo cual la formulación correcta de la ecuación completa siguiendo su propia lógica sería la de que “España es una nación de naciones de naciones”.
Y si abandonamos un rato la asfixiante lógica nacionalista, la formulación final sería la de que España es una república de ciudadanos plurales y mezclados que puede convivir razonablemente cómoda mientras no ponga como ideal para el futuro aquello que en la historia pudo ser pero no fue: ser una sociedad cultural y étnicamente homogénea, o ser un conjunto de sociedades cultural y étnicamente homogéneas. Ni una ni otras. Variopintos y mezclados. Juntos y revueltos. ¿Es tan insoportable?
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