Nación y Estado / por Miguel León-Portilla

El federalismo puede evitar la ruptura de países con larga coexistencia

EN NUESTRO NUEVO milenio hay en muchos lugares del mundo movimientos que reivindican, en formas a veces muy violentas, nacionalismos separatistas. En este contexto hay una palabra que puede arrojar luz para comprender esta situación. Dicha palabra es nación.

Aproximadamente hasta fines del siglo XVIII, al igual que nation en francés y en inglés, esta palabra designó a un grupo social o pueblo con un mismo origen étnico, cuyos miembros compartían un gran número de tradiciones y modos de ser, así como una misma lengua. Con esta acepción se habló, entre otras, de la nación escocesa, catalana, vasca, borgoñona, corsa, y, en el caso del Nuevo Mundo, de las naciones indígenas, la maya, la azteca, la quechua y muchas más. El Diccionario de la Real Academia Española la registra con tal significado en su cuarta acepción.

Tiempo después, coincidiendo casi con el cambio dinástico en España, es decir, de los soberanos de la Casa de Austria a los Borbones, el término nación fue adquiriendo connotaciones que lo aproximaron a la significación de la palabra Estado. Este se entendió como entidad integrada por un grupo social numeroso, establecido en un territorio y formando una unidad política, con su propio Gobierno que ejerce sus funciones de acuerdo con sus leyes. En tanto que eso sucedía, la misma palabra nación fue perdiendo elementos de su antigua significación, como el de grupo étnico, en posesión de tradiciones y costumbres en común, religión y aun lengua, ya que pudo aplicarse a Estados plurilingües y multiculturales. Estos habían surgido debido a distintas causas. Unas veces —como ocurrió en España— debido a alianzas matrimoniales, cual fue el caso de los reinos de Castilla y Aragón y cuanto uno y otro comprendían, como Cataluña en el caso de Aragón, y León en el de Castilla. Otras veces, por asociación de antiguas naciones, como sucedió en la Confederación Helvética, que abarcó a pueblos de lenguas distintas: alemana, francesa, italiana y romanche. Y también surgieron entidades plurilingües y multiculturales como consecuencia de conquistas. Esto se produjo en el Nuevo Mundo. Más tarde, consumada la independencia de los países hispanoamericanos, las naciones indígenas quedaron subsumidas dentro de ellos, convertidos ya en repúblicas soberanas. Al referirse a dichas repúblicas se les llamó tanto Estados como naciones. Así, se dijo la nación mexicana, peruana, chilena. Reflejo de ese cambio de significado de la palabra nación se dio al establecerse organizaciones como la Liga de las Naciones y la Organización de las Naciones Unidas. Y con el mismo sentido que equipara lo nacional a lo estatal, se han acuñado expresiones como las de “lengua nacional”, “Asamblea nacional”, “soberanía nacional” y “nacionalidad”.

De esta suerte, las palabras Estado y nación llegaron a tenerse en la práctica como sinónimas. Esto, que parecería resultado de una mera evolución semántica, tiene en el fondo implicaciones muy complejas y hondas. En Francia, como en otros países europeos, entre ellos España, su integración no implicó originalmente la homogeneidad cultural y lingüística de su población. Así, en Francia coexistieron los bretones, alsacianos, normandos, vascos, occitanos y otros. En España, el mosaico de los diferentes grupos —considerados históricamente como naciones— abarcó a los castellanos, leoneses, aragoneses y catalanes, vascos, gallegos y otros.

La tendencia centralista avanzó más, consumada la Revolución francesa, y se reflejó con gran fuerza en la denominación de las entidades regionales. Se suprimió la designación oficial de las regiones históricas, como Borgoña, Normandía, Bretaña, Delfinado, Provenza, Languedoc. Las divisiones territoriales oficiales, “los departamentos”, adquirieron otros nombres, podríamos decir anodinos, sin tradición histórica. Ejemplos de esto son Bajos Pirineos, Altos Alpes, Altos Pirineos.

En España se produjo también un proceso homogeneizante al establecerse el régimen de provincias, denominadas muchas veces con el nombre de su ciudad capital: así, por ejemplo, Cáceres y Badajoz en la antigua Extremadura; Barcelona, Girona, Lleida y Tarragona en Cataluña; o las correspondientes provincias en los casos de Andalucía y Galicia.

La concepción del “Estado nación” o “Estado nacional” ha perdurado por mucho tiempo y aún ahora tales designaciones se emplean con frecuencia como ignorando o soslayando lo que realmente implican: un radical centralismo cultural y lingüístico. A partir, sin embargo, de las últimas décadas las cosas han comenzado a cambiar, en algunos casos abruptamente. Hay movimientos que en muchos lugares reivindican los atributos de las antiguas naciones que, con hondas raíces históricas, a pesar de todo, han perdurado en el contexto de diversos Estados.
En Francia esto ocurre entre los bretones, corsos, vascos y otros. En Inglaterra son los galeses, escoceses e irlandeses del norte. En España, huelga casi decirlo, están principalmente los vascos, los catalanes y los gallegos. No obstante que, desde su Constitución de 1978, se ha organizado España en función de comunidades autónomas tomando en consideración sus raíces históricas, la búsqueda de algo más que autonomía en el caso del País Vasco y la exigencia de un nuevo estatuto y últimamente de plena independencia en Cataluña, ha dado lugar a situaciones, unas veces difíciles y otras dramáticas.

¿Qué consecuencias podrán tener estos procesos en el seno de Estados en los que se buscó homogeneizar a las que en rigor deben considerarse como diversas naciones históricas? Un mapa de Europa en el que se representaran todas esas naciones nos resultaría irreconocible. Bélgica aparecería como dos países: el de los valones y el de los flamencos; España se mostraría dividida en Castilla, Cataluña, País Vasco, Galicia y quizás otras naciones más. Algo parecido ocurriría en Francia, Italia, Inglaterra, Rusia y en otros lugares. Cabría preguntarse hasta dónde pueden llegar las reivindicaciones nacionales. ¿Será el destino llegar a una balcanización universal? O, en cambio, ¿se lograrán integraciones como la de la Unión Europea, en la que a la vez perduran grandes diferencias lingüísticas y culturales?

Sin duda el proceso de reivindicación de las naciones históricas exige amplia consideración, tanto o más que el de las migraciones de pueblos con menor desarrollo económico que irrumpen legal o ilegalmente en los territorios de los más prósperos conservando no pocos sus identidades originarias y su lengua.

Como diría José Ortega y Gasset, son estos temas de nuestro tiempo y podría añadirse que, si son vistos como problemas, habrá que encontrar formas de encauzarlos por caminos pacíficos aprovechando experiencias positivas del pasado. ¿Puede encontrarse una forma de solución en la organización de Estados federales que integren una entidad política más grande que, en plan de igualdad, se unen? Abundan los ejemplos de países que, de diversas formas, están constituidos en federaciones: los Estados Unidos de América, la República Federal Alemana, la Rusia contemporánea (Comunidad de Estados Independientes) y algunos de América Latina como Brasil y México. Corresponderá a los países en los que actualmente se producen tensiones separatistas valorar su actual problemática en busca de una posible solución que no sea necesariamente la ruptura de sus partes integrantes, que históricamente pueden tener una coexistencia de siglos y han florecido como focos de irradiación cultural, extraordinarios en algunos casos.

Miguel León-Portilla es antropólogo e historiador mexicano. Artículo publicado en: El País. - (4 en. 2013). - P. 33-34.

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