Moriscos: el mayor exilio español, artículo de José Manuel Fajardo

HAY OPORTUNIDADES, sobre todo en política, que sólo se presentan una vez en la vida, y desperdiciarlas puede convertirse en un error irreparable. Este año 2009 que acaba de comenzar, el Gobierno de Rodríguez Zapatero tiene una oportunidad única para transformar la conmemoración de uno de los más trágicos acontecimientos de la Historia de España, el Cuarto Centenario de la expulsión de los moriscos españoles, en un espacio de reencuentro entre Occidente y el Islam. Una tarea que puede encontrar además un clima internacional más propicio en la nueva presidencia de Estados Unidos y que resulta imprescindible para hacer frente a los estragos morales, políticos y sociales generados no sólo por el terrorismo yihadista, sino también por la aberrante reacción antiterrorista promovida por el ex presidente norteamericano George Bush y secundada por el ex presidente del Gobierno español José María Aznar.

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Este tipo de eventos tiene obviamente una dimensión académica y cultural, pero sería un verdadero desperdicio que se obviara la dimensión política de la efeméride. La Historia es ciencia social, pero es también elemento de la realidad política del presente. Basta ver el uso que de ella hace la organización terrorista Al-Qaeda cuando clama por la recuperación de Al-Andalus (la España medieval musulmana) para su pretendido nuevo califato, o cuando califica a las tropas occidentales destacadas en Afganistán o en Irak como "cruzados", resucitando así el fantasma de los crímenes cometidos por los ejércitos medievales europeos durante las conquistas de Tierra Santa. Son ejemplos del uso propagandista de la Historia para sostener políticas de terror y de guerra. Frente a ello se hace necesario oponer al integrismo yihadista una lectura diferente de la Historia capaz de hacer de ésta una herramienta de paz y de diálogo. Una lectura que no niegue los abusos del pasado o trate de justificarlos oponiéndolos a los abusos del otro bando, sino que busque el reencuentro entre las personas que son herederas hoy de aquellos lejanos conflictos. Reconciliarse en el presente para desactivar la bomba de odio del pasado, ése debiera ser el objetivo. Un objetivo que España está en condiciones de liderar por razones históricas y porque tiene ya la experiencia del proceso de reconciliación nacional con su pasado reciente.

La identidad española se ha construido con múltiples elementos culturales cristianos, judíos, musulmanes y laicos, entre otros. Sin embargo, durante siglos se ha impuesto una versión oficial unidimensional de "lo español", equiparándolo a lo católico y lo conservador. Una concepción intolerante que ha llenado de exilios y expulsiones la Historia de España, amputando comunidades enteras y regando el mundo de españoles condenados a la lejanía y al olvido. Tal fue el caso de los moriscos.

El 22 de septiembre de 1609, bajo el reinado de Felipe III, las autoridades españolas comenzaron la expulsión de la comunidad morisca, aproximadamente medio millón de personas. Ése ha sido, proporcionalmente, el mayor exilio de la Historia de España, pues la población entonces era mucho menor que tras la Guerra Civil de 1936-1939 (cuando en torno a un millón de españoles tuvieron que abandonar el país). Sin embargo, no es el exilio más recordado. De hecho, son muchos los españoles de hoy que no conocen esta trágica historia.

Tras la toma del Reino de Granada por los Reyes Católicos, la mayor parte de sus habitantes permaneció en la península, recibiendo el nombre de moriscos, gracias al pacto acordado entre los monarcas católicos y el derrotado rey Boabdil, según el cual las autoridades cristianas se comprometían a respetar las creencias religiosas, y costumbres de los musulmanes granadinos, a cambio de la fidelidad de éstos a los reyes. Un compromiso que sólo se respetó durante ocho años, pues poco antes de la muerte de la reina Isabel las autoridades políticas y eclesiásticas de Granada empezaron a obligarlos a convertirse.

La presión sobre los moriscos se hizo insoportable y a las conversiones forzosas les siguieron los procesos inquisitoriales contra aquellos moriscos convertidos que eran vistos con desconfianza. El resultado fue, primero, un lento goteo de antiguos musulmanes que pasaban a tierras magrebíes y, después, una violenta insurrección morisca, una guerra civil que asoló las Alpujarras durante casi tres años con un saldo terrible de brutalidades por parte de ambos bandos. En 1571, tras la muerte del cabecilla de la insurrección, Hernando de Válor, más conocido como Aben Humeya, las tropas reales terminaban con los últimos reductos moriscos, pero la enemistad generada por la guerra permaneció y llevó al rey a decidir la expulsión de la comunidad en pleno. Los moriscos no pudieron pues elegir, como habían hecho los judíos poco más de un siglo antes, entre convertirse al cristianismo o partir en exilio. Una tragedia más a añadir a la expatriación, pues aquellos que se habían convertido de buen grado fueron recibidos con recelo por los musulmanes del norte de África a causa de su condición de cristianos. Cervantes trazó en El Quijote, con el personaje de Ricote, un patético retrato del drama de los moriscos que trataban de regresar clandestinamente a su patria perdida.

Algunos moriscos, al igual que habían hecho los judíos, emigraron también de forma clandestina a América en busca de fortuna, y su huella se aprecia en culturas ecuestres como la de los "gauchos" argentinos. Otros, que habían partido antes de la expulsión masiva, se alistaron en el ejército del sultán de Fez y conquistaron la legendaria ciudad de Tombuctú, en pleno corazón de África, donde formaron una casta poderosa que ha llegado hasta nuestros días con el nombre de los "armas". Pero la mayoría de los moriscos se afincó en la costa africana mediterránea.

En nuestros días hay en todo el Magreb descendientes de aquellos exiliados, llamados genéricamente "andalusíes". La huella morisca es muy clara en Argelia, Túnez y Marruecos, cuya capital, Rabat, fue refundada en el siglo XVII al constituirse en ella una singular república pirata formada por moriscos venidos de Extremadura (del pueblo de Hornachos, para ser exactos), que trajo de cabeza a las armadas españolas, francesa e inglesa durante medio siglo. El descendiente directo del primer gobernador de aquella república es hoy un coronel del ejército marroquí de apellido Bargasch (transcripción francesa del apellido Vargas). Existe, pues, un legado español que forma parte ya de las sociedades magrebíes y que puede convertirse en puente de unión entre las dos riberas mediterráneas.

El Cuarto Centenario de la expulsión de los moriscos debiera jugar el mismo papel que desempeñó en 1992 la conmemoración de la expulsión de los judíos: una ocasión para reconciliar a la sociedad española con su propia Historia y con los descendientes de esos otros españoles que desde hace siglos pueblan el mundo, llevando con ellos la nostalgia y el amor por su antigua patria, expresado en su música, en las palabras castellanas conservadas en su lenguaje, en su interés por todo lo español. Una ocasión también para reconocer su sufrimiento.

No se trata ahora de otorgar nacionalidades, sino de cambiar la dinámica de la Historia, de transformar el odio de antaño en amistad nueva recuperando la memoria de la tragedia morisca y buscando fórmulas de hermanamiento. Todo ello requeriría políticas activas, tanto del Gobierno de España como de los gobiernos autonómicos directamente afectados por la conmemoración (los de Extremadura, Castilla-La Mancha, Andalucía, Murcia, Valencia...), e iniciativas que enmarcasen la evocación histórica en una dinámica de intercambios culturales, económicos y políticos entre territorios y ciudades antiguamente rivales (por ejemplo, Denia y Valencia, que fueron punto de partida de los primeros moriscos expulsados, y Argel, su punto de llegada). La conmemoración, por su trascendencia, exige un esfuerzo de coordinación si se quiere que tenga la necesaria dimensión política. En una de esas paradojas a las que es tan aficionada la Historia, buena parte de la política internacional que propugna el presidente Rodríguez Zapatero va a ser puesta a prueba en el centenario de la expulsión de los moriscos españoles, pues difícilmente puede ser creíble su propuesta de Alianza de Civilizaciones si España, el país que la postula y que él preside, dejara pasar la oportunidad de reconciliarse con su propio pasado islámico.

[Artículo publicado por el escritor José Manuel Fajardo, autor de El Converso, en el diario El País (2 en. 2009)].

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