Cada vez quedan menos / Alfonso García-Villalba

CADA vez quedan menos, dice papá.

Mientras tanto, seguimos el coche fúnebre con los demás y pasamos por la carretera que cruza el pueblo. Detrás de nosotros, los automóviles se detienen, reducen la marcha. Nos siguen despacio.

Hacemos el camino que va de la plaza de la iglesia hasta el cementerio. Pasamos por delante de casa, dejamos la escuela a la izquierda, un huerto de naranjos. Detrás del coche fúnebre, camina Charly, el perro del tío Roque. Avanza detrás de las coronas de flores, detrás de su dueño, cerca del tubo de escape del coche de muertos.

Charly se traga el humo y parece que le gusta.

Probablemente, mientras mueve la cola y mira a un lado y a otro con la lengua fuera, no sabe nada de lo que está pasando. No sabe que Roque ha muerto a consecuencia de una parálisis intestinal en la cama del hospital. Lo de la parálisis intestinal es algo que ahora me parece casi normal, algo familiar.

En los últimos meses Roque ha sufrido diversos problemas estomacales y otras complicaciones en los intestinos. Por eso está dentro de la caja que está en el interior del coche fúnebre. Nadie de su familia más cercana, mujer e hijos, ha dado muchas explicaciones al respecto. Tampoco parece pedirlas nadie. Es como si la enfermedad y la muerte tuvieran que mantenerse en secreto, y los demás respetar esa cuarentena.

Según parece, o mi madre imagina con conocimiento de causa, en las últimas semanas hijos y yernos se han turnado en la tarea de extraer los excrementos del aparato digestivo del tío Roque a través del recto, con cuidado, no haciendo caso al olfato, sin quejarse, lavándose las manos después. Una labor ingrata pero, en apariencia, amorosa.

Entramos al cementerio. Tío Ignacio, que ha venido de lejos y llegó a la iglesia con el ataúd ya cerrado, dice que quiere ver a su hermano cuando lleguemos al cementerio.

Ver su cara por última vez.

Quizás para darle el visto bueno. Antes de que ese cuerpo consanguíneo quede bajo tierra. Dar el oquey para que entierren a otro de sus hermanos, la confirmación de otro rostro conocido y muerto, cambiado por el paso de los años y, finalmente, por la muerte. A estas alturas ya ha dicho adiós a cinco de una familia de siete. Sin contar a sus padres que debieron morir, por lo menos, hace unos cuarenta o treinta años. Ya casi se olvida de la fecha el tío Ignacio. Ahora solo quedan él y su hermana María. Y María ya no entiende nada o se ha hecho la sueca y no está aquí, está en casa, pensando en buñuelos de viento, en la barriga gigante del tío Pepe ya muerto, esa barriga gorda y dura que me hacía imaginar ballenas. Sí, la tía María está pensando en las gallinas que ya no tiene, en huevos duros. Así debe ser más fácil para ella. Estar en el sofá, con el brasero, escapar, dejar de comportarse como un ser racional y flirtear tontamente con la muerte y la indiferencia frente a un televisor encendido y con las manos arrugadas por la edad, con pecas sobre los dedos, manchas hechas a conciencia por el aceite caliente al cocinar. La tía María es la única mujer que queda de una amplia familia que fue feliz.

La tía María.

Recuerdo sus cachorros de gato, recuerdo acariciarlos, jugar con ellos, y sus buñuelos de viento los domingos por la mañana, la leche caliente y madrugar temprano y tener un poco de hambre cuando íbamos en el coche hasta su casa, desde la ciudad, pasando los semáforos en verde. Recuerdo también alguna gallina merodeando por el patio, sin rumbo, y luego unas patitas amarillas de gallina o de pollo que se chamuscan en la lumbre de la cocina y yo aspirando ese olor dulce, que sabe a algo antiguo, mientras juego a abrir y cerrar los ojos de la cabeza decapitada del animal que sostengo entre las manos.

La cabeza decapitada del animal.

Ignacio vuelve a decir que quiere que abran el féretro y nadie parece hacerle caso, lo ignoran. Quiero ver su cara, dice Ignacio. Parece ser que los hombres siempre han deseado ver la cara de los muertos. A los hipopótamos les pasa igual, observan a sus congéneres muertos. Se quedan a su lado, les huelen, lloran por dentro. Parece que tienen sentimientos. Parece que nosotros también. Uno de los hijos de Roque dice que no van a abrir el féretro. Que no. Está bien cerrado. Ignacio mira al suelo. Parece un niño.

Dentro de unos meses hablaremos de Roque como de otro más que ya no está aquí. Uno menos, uno que se fue. Supongo que la razón de ser de los muertos es que recordemos cosas del pasado. Los entierros, por ejemplo, deberían servir para eso.

Finalmente, pasados unos minutos y después de que los hijos de Roque hayan cargado el ataúd junto a la tumba donde está el esqueleto de mi abuelo, su mujer y su hijo y otros familiares que no voy a enumerar, Ignacio consigue que le dejen contemplar la cara de su hermano. Al fin han abierto la caja y puede ver a otro muerto, otro hermano. Ignacio mira como sólo un niño mira a un muerto y se toca la barbilla. No dice nada. La hija de Roque llora y hace un comentario sobre sus cejas. Dice que están igual que siempre, que no se lo puede creer. Quiere hablar con él y pronuncia palabras como si hablara de una mascota que ha pasado a mejor vida. Charly menea el rabo, la boca abierta, la lengua afuera.

Esa boca abierta parece una sonrisa.

El rostro de Roque se une al catálogo de caras de muerto que mi tío-abuelo ha visto a lo largo de los años en que han fallecido familiares y amigos. Otro más que se añade, por ejemplo, al de mi abuelo.

Desde que tengo memoria he oído hablar de los muertos. De los que estaban aquí y un día se fueron. Siempre he pensado que, algún día, sin pedirlo se acercarían a mí y me dirían algo. Esa idea siempre me ha dado miedo. Después de la muerte de mi abuelo soñé noche tras noche que él creía estar vivo. Nos encontrábamos en situaciones cotidianas: en la cocina, en su habitación, en el cuarto de baño, en la calle. En ningún momento se mostró consciente de haber fallecido. Me costó convencerlo de ello en cada uno de esos sueños. Pero vuelvo a lo de antes. De niño siempre pensé que un día, cualquiera, no sabía cuando, un familiar mío vendría del más allá, vendría en el momento en que estaría jugando solo y me hablaría sin mover la boca, como en los sueños. Siempre tuve el temor o la ilusión de que, por ejemplo, la abuela, muerta cuatro años antes de que yo naciera, se me aparecería en la casa de la huerta. Por eso nunca me quedaba solo en el interior de esa casa de techos altos, una casa rodeada de moreras y una higuera solitaria que me hacía pensar en un elefante. Ahora no hay moreras ni higuera. Las moreras tuvieron que ser cortadas después de la inundación de 1982. La higuera la cortó el abuelito en 1996 en un arrebato antes de morir, cuando el cáncer germinaba y florecía dentro de su estómago y él, sin saberlo, ya lo sabía.

A lo largo de ese año de 1996 cortó todos los árboles que había plantado en vida.

La posible ilusión de que la abuela Carmen se me apareciera me hacía, al mismo tiempo, temblar de miedo y vibrar de emoción. De hecho, en aquel lugar resonaba el eco de su presencia. O yo me lo inventaba. El abuelito no solía hablar de ella si no era yo quien le preguntaba y solamente era mamá quien lo hacía sin que se lo pidiera nadie.

Mamá siempre ha sido una de esas personas a las que le gusta recordar cosas y contarlas sin que nadie lo espere.

Eso me encanta.

A veces pienso que mamá debería poner por escrito todas esas historias antes de dejar de estar en este lugar. Pero me voy por las ramas, pido disculpas. Uno no debería, se supone, hacerlo en esta situación, cuando se entierra a un ser querido.

Continúo.

El tío Ignacio sale del cementerio y le sigo mientras pienso que, tal vez, sea una de las últimas veces en que pueda verlo. Nos quedamos quietos, el uno al lado del otro. Después salen papá y mamá y se acercan hasta nosotros. Cada vez siento más que mi vida se va pareciendo a la de los adultos, aunque matemáticamente pueda ser considerado adulto desde hace mucho más de una década. Al menos, estoy más cerca de la concepción que, de niño, tenía de la vida de los adultos. Ahora uno se ve mezclado en los mismos asuntos que ellos cuando los mirabas desde abajo, sobre la alfombra, con un juguete entre las manos y la boca abierta como sonriendo, como ahora hace Charly, el perro del tío Roque. La diferencia con los adultos radicaba en que ellos iban a entierros y nosotros, los niños, no.

A veces pienso que, durante mi infancia, el esquema de la vida de los adultos fue como sigue o, al menos, me pareció así por un tiempo: Papá o mamá iban al trabajo y luego volvían a casa. Comíamos juntos o les veía comer. Por la tarde salíamos a pasear, mirábamos la tele, cenábamos, nos dábamos un beso de buenas noches. De vez en cuando, al regresar después de ocho horas de trabajo, decían que tenían que ir a un entierro. Había muerto un familiar o alguien conocido, un compañero del trabajo o el padre o la madre de un compañero del trabajo, un vecino, un amigo. Pasaba de vez en cuando, varias veces al año. La muerte era trimestral, a veces quincenal, variaba. Yo me quedaba en casa con mi hermano. Unas horas después papá y mamá y el abuelito regresaban a casa. Ser adulto significaba ir a entierros después del trabajo o dejar de ir a trabajar porque alguien cercano había muerto. Supongo que se decía en la oficina y te marchabas e ibas a dar el pésame. Eso es lo que yo, al menos, pensaba que sucedía. En el funeral se pronunciaban las palabras lo siento. O te acompaño en el sentimiento, frases hechas, una especie de conjuro. Ahora es a mí a quien suceden ese tipo de cosas:

Salgo del trabajo antes de tiempo porque el tío Roque ha muerto. No me cuesta hacerlo. Pido permiso y me marcho. Conduzco hasta La Raya y escucho la misa funeral con el escepticismo de quien no cree en el discurso de amor de la liturgia que, por su repetición y automatismo, ha perdido todo su significado original y, después de oír a los asistentes decir demos gracias al señor y otras fórmulas religiosas como amén u oremos, me encuentro —tras ver brotar el signo de la cruz en la cara de los presentes— en la situación de acercarme a los hijos del tío Roque. Tengo que expresar mi pésame y condolencias, algo que, de veras, me resulta complicado, más difícil o ridículo de lo que parecía en el esquema de la vida de los adultos, y que intento resolver con un apretón en el brazo, la mano o el hombro, con pocas palabras o, mejor, ninguna. Los familiares tampoco esperan nada, no piensan en ello. Supongo que la gente, más que desear que acudamos a su entierro, muere para que recordemos de dónde venimos, dónde hemos estado, con quién estábamos, quiénes éramos. Sí, eso debe ser.

Porque es muy fácil olvidar lo que uno ha sido.

Y así pasan los años, sí, y cada vez quedan menos personas de las que conocía cuando era pequeño y recordarlas me hace descubrir quién he sido.

O algo así.

El tío Ignacio es uno de los pocos supervivientes que quedan. Murió el abuelito y antes la abuela y después los hermanos de mi abuelo y, antes que el abuelito, mi tío Luis, su hijo. Esa muerte fue sorprendente e inesperada, casi silenciada por lo inevitable que era antes de que tuviera lugar. El tío Luis desarrolló un tumor cerebral que le incapacitó incluso para hablar. Mis primos de Barcelona vinieron a Murcia para enterrarlo donde había nacido. Siguieron a su padre, que estaba dentro de una caja de muerto en el interior de un coche fúnebre que avanzaba en dirección hacia el sur por la autopista de peaje A-7. Barcelona-Murcia en pocas horas. Solo paradas para ir al cuarto de baño y tomar un café. Así que, cuando llegaron, enterramos al tío Luis y, después, en casa, nos alegramos de estar juntos otra vez, mientras su padre y nuestro tío (de mi hermano y mío) estaba ya bajo tierra.

Probablemente, Luis Martínez Manzano fue mi tío favorito. Y, sencillamente, porque cuando era niño me hablaba como si fuera una persona y no como un crío.

Puedo decir que el número de fallecidos que conozco empieza a ser largo y eso debe querer decir que ya no estoy sobre la alfombra con un juguete entre las manos y la boca abierta como si sonriese de forma infantil. También puedo hacer una lista de estos muertos. La hermana de un amigo, algún vecino, primos de papá o de mamá, gente del pueblo del abuelito, etcétera. He visto como han ido desapareciendo y, habitualmente, lo han hecho de una forma muy discreta, sin hacerse notar, normalmente en la cama de un hospital. Y luego la misa, el rito católico y los padrenuestros y las condolencias.

En las reuniones familiares siempre se habla de esta gente. No se habla de la muerte, eso nunca se hace, sino de los muertos. No existe la muerte sino los cadáveres de gente que conoces.

La muerte, no.

Solo recuerdos de cara de gente muerta.

En realidad en las conversaciones familiares, cuando se habla de aquella, de la muerte, solamente charlamos sobre los muertos familiares, de nada más, solo de los muertos, que son los verdaderos protagonistas de esta historia, de cualquiera. Pero ahora, durante el entierro del tío Roque, no se habla de nada de eso. No se saca el tema. Se hará después. Al merendar. O dentro de unos meses. Durante el entierro del tío Roque, hay paraguas porque llueve un poco y parecen flores negras y se hace como si nos hubiéramos visto para tomar un aperitivo y no se habla apenas del muerto, se dicen otras cosas. El sepulturero empieza a quedarse solo y los familiares y amigos se marchan. El tío Ignacio se despide, nos abrazamos y se mete en el coche con su mujer. Nos veremos de nuevo.

O no.

Nos marchamos del cementerio como si no hubiera pasado nada. Regresamos a casa de mis padres y tomamos la merienda. Papá dice que hace unos días vino el tío Eduardo. Pregunto por el tío Eduardo más interesado en comprobar qué pasa por su cabeza que por otra cosa. El tío Eduardo, añade papá, dice que habla con la tía Pilar, su mujer. Mamá dice que escuchan a Eduardo cuando les habla de la tía Pilar y hacen como si todo fuera normal. El comportamiento y las palabras de mis padres en relación a este asunto no sería extraño si no contáramos con el dato relevante de que mi tía murió hace tres años, durante una navidad en la que yo no estaba aquí (Estaba bajo un cocotero en la República Dominicana, bebía roncola, apenas sabía qué ocurría — Mis padres casi no me dijeron nada hasta que ella pasó al otro lado).

Esta ausencia hizo que me perdiera otra de esas fabulosas citas con la muerte que nos hacen recordar el pasado y que te transportan a una tarde especial en tu memoria, a una fiesta de cumpleaños o una comida familiar por algo bueno que tenía que celebrarse, alguna frase que alguien dijo y que me llegó hasta el corazón, como las que solía decir el tío Luis, o recordar una caricia de mi tía Pilar, por ejemplo, esas caricias que —cada vez que iba a su casa— me dejaban pegado a ella como si yo fuera un gato, otro de sus gatos, en su sala de estar, en el sofá de su sala de estar, junto a ella. Por cosas así, por echar de menos a la persona que has amado y que te ha amado, sólo puedo decir que comprendo al tío Eduardo y que le quiero tanto como mis padres a él.

Después de merendar en casa de papá y mamá, salimos fuera, al huerto.

El sol se pone.

No llueve.

Ya no.

Parece que no recordemos lo que hemos hecho esta tarde. Seguro que es así. La vida sigue. Sí. Pienso en la frase de papá:

Cada vez quedan menos.

Estamos en el jardín y ahora papá dice:

Mira la mariposa.

Entonces miro la mariposa.

El insecto, posado en una variedad de cactus sin espinas, tiene las alas replegadas. De pronto recuerdo que allí, en la casa de la huerta, cuando era pequeño, había decenas y decenas de mariposas clavadas en una pared, una herencia visual de la abuela.

Cadáveres de mariposas.

Le pregunto a mamá si estaban sobre la chimenea de la cocina, cerca de donde jugábamos al parchís las noches de sábado, en invierno, con fichas de colores roídas por ratones. No sé por qué razón pero las recuerdo allí. Mamá dice que no. Le pregunto dónde estaban. Dice que la abuela, al principio, las guardaba en una libreta. La abuela gastaba horas pasando las páginas de su colección de mariposas mientras el abuelito bebía café haciendo ruido. Después mamá dice: Luego estaban en mi dormitorio, en lo que era o fue, aclara, mi dormitorio.

Mamá pasó la infancia y la adolescencia en ese cuarto. Después se casó y se fue a vivir con papá a los Bloques de Ayuso hasta 1975, año en que yo fui concebido y vine al mundo. Allí, en ese lugar, nació mi hermano. Pocos años más tarde, cuando la abuela ya había muerto, la habitación se convirtió en la alcoba de mis padres durante los fines de semana. Los sábados nos montábamos en el coche y nos íbamos a la huerta. Pasábamos allí el fin de semana. Yo me entretenía al aire libre, montando en bici y con mosquitos que me entraban en los ojos cerca de la acequia, o entre los árboles, haciendo el mono o removiendo la tierra donde el tío Roque cultivaba patatas. La verdad es que a Roque no le hacía mucha gracia que anduviera jugando entre su tierra, entre las patatas que plantaba, haciendo montoncitos aquí y allá o cavando pequeños agujeros donde enterrar a los muñecos que luego devolvía a la vida desenterrándolos.

La historia de Lázaro era muy atractiva, o sorprendente, para un niño pequeño.

Sí.

Eso de levantarse y andar.

Creo que mi fascinación por los actos relacionados con la muerte viene de entonces. Por eso ponía bajo tierra a los madelman, cerca de las patatas de mi tío abuelo. Por aquel tiempo, no era consciente de la importancia de esas patatas para el tío Roque que, cariñosamente, solía llamarme gorrión.

Gorrión.

Recuerdo esos fines de semana con felicidad: Asesinaba hormigas mediante la inundación de sus hormigueros. Metía las manos en los brazales. Jugaba con el barro. Iba con mamá a la tienda a comprar morcillas que nada más llegar a casa engullía con alegría, frías, sin calentar, con un trozo de pan. Encendía la tele, miraba una serie de marcianos que eran lagartos devoradores de hombres y luego veíamos Informe Semanal, la película de Sábado Cine o jugábamos al parchís, veíamos la serie M.A.S.H. o a Cebulón MacKayhan. Los domingos observaba a mi hermano cuando trepaba al manzano y ahora recuerdo esa vez que no pudo descender de él y mi padre tuvo que subir para bajarlo.

Mi hermano siempre estaba en los árboles y se puede decir que él sí que era un buen mono. Yo no. También recuerdo huir de él cuando cazaba saltamontes y me perseguía para acercarlos a mi cara o, después de arrancarles, con cuidado de cirujano, las aspas que les servían para saltar, dejarlos en mi espalda y hacerme, a consecuencia de ello, rabiar, temblar o llorar de miedo. Ahora apenas quedan saltamontes y, a veces, veo hormigas pero parecen más pequeñas o como si hubiera menos. En cuanto a las mariposas parece que hay más últimamente pero muchas de ellas, sobre todo las que eran negras y naranjas, no he vuelto a verlas.

La abuela, dice mamá, cogía las mariposas en el huerto. Con las manos, como un gato, apenas usaba el cazamariposas, dice. Después las metía en casa y en la pared del dormitorio de mamá, las pinchaba en la pared para que ella se entretuviera mirándolas y se familiarizara con cierto tipo de belleza. Mamá era una niña cuando todo eso tenía lugar, pero las mariposas se quedaron en la pared durante años. El proceso tuvo que ser a menudo, o siempre, semejante. La abuela regresaba de la huerta con sus capturas y las clavaba con alfileres en la pared. Sujetas a ésta por el vientre, terminaban por morir allí. Antes aleteaban con el fin de escapar de una muerte segura. Imagino a la abuela, uno de los muertos más ilustres de mi infancia y a quien nunca conocí y de quien solamente escuché historias o recuerdos de recuerdos, observando la agonía de centenares de lepidópteros a los que sometió a esta tortura inocente. La veo también impaciente o intrigada estudiando sus últimos movimientos antes de morir mientras acaricia el pelo de mamá cuando aún es una niña hasta que, por fin, la abuela se marcha, muerta o no la mariposa, y mamá se queda mirando las alas que tiemblan casi por última vez, las antenitas del bicho que oscilan, su vientre atravesado. En ese momento la abuela llega a la cocina y comprueba el estado del cocido o del arroz con conejo y caracoles y, después, besa al abuelito que llega de la huerta o de un viaje a Lérida donde ha comprado melocotones para Nadal, la fábrica de conservas de La Raya, y la abuela acaricia, también, la cabeza del abuelito, antes de comer, antes de ir a dormir la siesta después del almuerzo.

Tal vez la colección de mariposas muertas de la abuela fue la única pasión inconfesable de una mujer que, en el pueblo, era conocida por ser la persona que adornaba con flores los santos de la Semana Santa y que, en los estertores de la enfermedad de su suegra, se dedicaba con paciencia de hija amorosa a extraer con el mango de un tenedor o una cuchara los excrementos de aquella mujer que, como consecuencia de una parálisis del intestino, moría poco a poco. La abuela comenzó, dice mi madre o pienso yo, una costumbre —la de extraer excrementos— que parece hereditaria, tal y como demuestran los últimos acontecimientos en el seno de mi familia y que, siento repetirme y por ello pido disculpas, me parece normal.

Mientras tanto, y pese a los recuerdos, la vida sigue aquí:

Papá riega unos geranios y me enseña las nuevas adquisiciones de su colección de cactus. La mariposa de antes revolotea entre ellos y se va hacia el cementerio.

Por allí se pone el sol todas las tardes.

Hacia allí mira mamá si se quiere poner melancólica o recordar a los que ya no están. Cuando papá y mamá mueran tendré que mirar hacia el cementerio, tendré que recordarles para saber quién he sido y en qué o quién me he convertido.

Entonces los muertos serán cada vez más y los de aquí, como dice papá, cada vez menos.

[Este cuento inédito ha sido publicado en: El coloquio de los perros: revista de literatura.- N. 28 (2011). - ISSN 1578-0856]


Bio-bibliografía de Alfonso García-Villalba Martínez (Murcia: 1975)

Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Murcia y con un máster en Comunicación, desarrolla su labor profesional en el mundo de la docencia, como profesor de español para extranjeros en España y en el Reino Unido. También fue pintor, estucador, camarero, pinchadiscos y comercial en una compañía de seguros… Después decidió perderse una temporada por Centroamérica y el Caribe. A su vuelta desarrolló su labor profesional en una agencia de comunicación. Su último trabajo estable fue el de gestor de eventos culturales en la FNAC de Murcia, trabajo que abandonó para dedicarse a la enseñanza y poder disfrutar de una vida más relajada.
En el campo de la creación literaria se mueve en el territorio del cuento y la poesía y ha recibido algunos premios literarios en ambos campos. No obstante, es prácticamente inédito. Ha redactado el texto de los espectáculos dramáticos Pendiente de un hilo (2003), Dolls Cabaret (2005) y Paco de foie (2009). Es autor del libro de relatos inédito Cuentos gravitatorios.
Hasta su desaparición , trabajo como crítico literario de El Faro de las Letras (2009). Es colaborador habitual de publicaciones como Cooltura El Kraken y El Coloquio de los Perros. Ha escrito artículos sobre urbanismo y reflexionado sobre modalidades anómalas del arte contemporáneo en revistas especializadas. Y de él se ha escrito que además "es algo así como una filmoteca que anda y una discoteca que piensa", de modo que está preparado para trabajos críticos sobre cine y música.
Ha sido coordinador de la I Semana de la Edición y de la Literatura Independiente (Selin), celebrada en Blanca en septiembre de 2009, con la participación de la Consejería de Cultura de Murcia, el Ayuntamiento de Blanca, la Universidad de Murcia y La Caixa. En la actualidad trabaja en el desarrollo de diversos proyectos culturales, principalmente relacionados con la literatura. Mantiene la bitácora http://periferiauberalles.blogspot.com/

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